OMAL

Sin pedir permiso

María González Reyes

Lunes 27 de junio de 2022

He mirado las imágenes muchas veces. Muchas.

Cuando el policía empuja a un ser humano contra una verja y cae, desplomándose, sobre otros seres humanos.

Cuando otro policía pega con una porra a seres humanos tumbados en el suelo. Quietos.

Cuando otros policías empujan a seres humanos a los que les cuesta caminar y les agarran del cuello.

Las he mirado muchas veces. Muchas.

Y no sé cuándo pasó que mirar cómo policías armados maltratan a seres humanos se convirtió en el orden normal de las cosas.

Cuándo nos acostumbramos a que los seres humanos que están al otro lado de las fronteras puedan ser violentados de tantas formas.

Cuándo sucedió que miramos todo esto que pasa en las fronteras como lo normal, como algo inmutable.

Cuándo consentimos que esto ocurra sin que nos duela la respiración.

Cuándo nos convencimos de que los desequilibrios y las desigualdades y la violencia tienen que ser admitidas como el orden normal de las cosas.

Cuándo dejamos de cuestionarnos si este es el único orden posible.

Porque, quizás, nos podríamos preguntar si podría ser de otro modo.

Cuestionar si lo normal es expulsar de vuelta a Marruecos a los niños y adultos que han llegado a la orilla de este lado de la frontera o si puede haber otra normalidad posible en la que se les proteja, independientemente de dónde hayan nacido. Nos podríamos preguntar, también, dónde están las niñas y mujeres migrantes.

Cuestionar si hay que ver como normal que los derechos de las personas dependan del lugar en el que nacieron o del dinero que tienen y no de la condición de ser seres humanos.

Pensar si hay que convencerse de que lo que nos protege son las rejas en las ventanas y los ejércitos y no los vínculos de comunidad.

Si hay que creerse que es posible construir la paz desde los relatos securitarios que refuerzan las lógicas autoritarias y de militarización entre otros lugares, de las fronteras.

Si se puede cuestionar el reparto de los recursos limitados y señalar a quiénes salen perdiendo y quiénes ganando.

Es saber que, por delante del derecho a migrar, tendría que estar el de no verte obligado a hacerlo porque los buques europeos se llevaron todos los peces o porque la tierra se secó como consecuencia de la contaminación que produjeron otros.

Es cuestionar si lo normal es que una especie ponga en jaque la vida de todas las demás.

Es reflexionar sobre las consecuencias que tiene conformarnos a que nos parezca normal que el mundo esté así. Es pensar quién paga las consecuencias de nuestros privilegios.

Es cuestionarnos si este orden de las cosas tiene que ser admitido, si tenemos que rendirnos al abuso de poder y las desigualdades y la destrucción de la naturaleza sin que nada estalle.

Porque, quizás, la normalidad de las cosas debería residir en la posibilidad de disentir. En la posibilidad de actuar para construir un mundo en el que la palabra futuro no dependa de si eres o no una persona racializada, de tu sexo biológico o del dinero que tengas.

Un mundo en el que lo normal fuera que las personas tuvieran más derecho a atravesar las fronteras que las mercancías y los recursos naturales.

Un mundo en el que las personas fueran como las aves migratorias, que se mueven de un lado al otro sin pedir permiso a nadie.


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