OMAL

Un día de lluvia

María González Reyes (Ecologista, nº 102, diciembre 2019)

Domingo 22 de diciembre de 2019

En la foto no sale tu boca. Sale tu frente. Tu nariz. Tu pómulo izquierdo. Pero no tu boca. Y tus ojos que confirman que va a llover.

Yo también hubiera preferido darme cuenta de que los días pasan mirando las hojas de los árboles y no por la lavadora donde ya no cabe más ropa sucia. Es así, dices desde la boca que no sale en la foto. El mundo es así y no hay nada que hacer. Y yo te digo que no. Te vuelvo a decir que no. Que las cosas no tienen una única manera de ser. Que la tristeza se puede dispersar como el polvo al soplarlo. Aunque te haga estornudar. Cerrar los ojos. Apretar la boca. Tu boca. Esa boca que confundo con la mía cuando nos acercamos y que decidiste no sacar en la foto. Quizás para no tentarme.

Pero es que estoy harta, cansada, harta. Por eso no me puede dar igual todo. Cuando estás harta es por algo. Y yo estoy harta de ver vidas ahogadas y tristes. Vidas como las de esas personas mayores que, después de guardar cuidadosamente la fila en la farmacia, tardan un buen rato en pagar porque tienen que decidir qué medicamentos van a comprar y cuáles no, el dinero no les llega para todo y no hay seguridad social que cubra lo que necesitan. Elijo la pastilla del corazón y no la del azúcar, le dice uno a la farmacéutica. Es una locura, hace tiempo que la selección natural en humanos no hace que sobrevivan los individuos mejor adaptados, como decía Darwin, la selección humana se hace por otro criterio: tener o no dinero. Y luego otras vidas como la de ese chico que se quejaba porque cuando lo metieron en el centro de menores le raparon el pelo sin que nadie le preguntara si quería cortárselo. Qué curioso, ¿no? Después de conseguir atravesar una frontera llena de cuchillas y cámaras y policías, después de haber estado viviendo en la calle y cuando le preguntaron qué cosas difíciles había vivido lo que contó fue ese día que le raparon el pelo sin que le preguntasen si quería cortárselo o no. Cada cual tiene colocada la dignidad en un sitio. Y luego están todas esas otras vidas, las de las personas que habitan las periferias. Periferia es una palabra que pega con la palabra riesgo, con la palabra peligro, con la palabra miedo. Lugares donde parece que corres riesgo de que te pase cualquier cosa. Lugares peligrosos. Lugares que dan miedo. Donde la gente nace y muere sin haberse movido apenas. Jornadas de trabajo que empiezan en lunes y acaban en domingo. Vidas desbordadas. Precariedad. Estallido. Periferias.

Tú y yo caímos de este lado. Pero este lado y el otro lado pueden cambiar. El clima es capaz de cambiarlo todo. Ampliar las periferias. Mover las fronteras.

Y sí, ya sé, no hay nada que hacer… Si acaso cerrar la boca. Apretarla. Y me repites que la cura para todo es siempre el agua salada. El sudor. Las lágrimas. El mar... Pero ya no. Te digo que ya no. Desde que el mundo está patas arriba y millones de personas se lanzan al agua para tratar de llegar a una tierra que no se tambalee tanto, esas tres cosas ya no curan. Ya no calman. Ya no salvan.

Pero es verdad que en el agua hay algo. Todas las cosas importantes pasan en un día de lluvia. Aquel día, ¿te acuerdas?, ese día… La mesa minúscula. Un café (americano). Un té (rojo). Y las manos tratando de agarrar los nervios para no tirar nada. Tu pierna izquierda chocando con la pata de madera y el café que se derrama en la mesa y el té en mis dedos. Reíamos. La risa siempre afloja los nervios. Después, calles estrechas, aceras con baches y toda la ciudad dormida esperándonos. Aquel día, ese día, ¿te acuerdas? Llovía.

Pero no llueve solo sobre ti y sobre mí. También llovía cuando las mujeres salieron a la calle. También ellas estaban hartas y salieron de casa con las camas sin hacer y los pies se les llenaron de barro. Agua y tierra. Caminaron para mostrar sus historias, esas que salen de la ropa tendida al sol y al viento. Y llovía cuando las calles se llenaron de gente que también estaba harta.

No sé si entiendes algo. Si tú también estás harto. Pero me he dado cuenta de que no soy como tú. A mi me gusta cuando llueve porque la lluvia no es de nadie. Y ya no me tientas. Ya no me quedo en tu boca. No me quedo en que hay que asumir que las cosas tienen una única manera de ser. En que hay que rendirse a la desidia. En que esta es la mejor de las opciones posibles. Cerrar la boca. Apretarla.

No vale todo. No da igual todo. Y si tu boca se resigna ante el vértigo de los tiempos difíciles. Si se cierra ante el dolor de otras bocas. Entonces, elijo que no esté pegada a la mía.

 

Más tarde, ella, se sienta con las piernas cruzadas en el asiento del fondo. El sol en su espalda (levemente).Y el cansancio agolpado con bullicio en sus piernas. Cruzadas. Autobús abarrotado. Sus piernas un rato después de las horas junto a la caja registradora. Supermercado amarillo. Luz sin sol.

Sube más gente. Nadie diría que todavía cabe más gente. Apelotonada.
Asiento del fondo.

El autobús se vacía en una única parada. La que conduce a ese lugar donde miles de personas se están juntando para hablar, para rebelarse, para proponer.

Con otras personas cerca se siente menos harta, con más ganas de intentar lo que parece imposible.

Mira el cielo.

Quizás, después, llueva.


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