Militarización

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La identificación que realizan algunos gobiernos entre el interés público y el interés de las EMPRESAS TRANSNACIONALES puede llegar al extremo de utilizar el sistema represor del Estado para eliminar con métodos violentos la oposición social frente a una multinacional. La militarización de territorios, infraestructuras o explotaciones responde a esta lógica, al igual que la represión policial ante actos públicos de denuncia y la criminalización de la dirigencia social. A ello habría que sumar también la actividad del paramilitarismo que, en connivencia con el Estado en países como Colombia, Guatemala y México, reprime violentamente a las organizaciones sociales.

La militarización es el control militar, por parte del ejército o la policía, de un territorio clave por los intereses estratégicos que posee, ya sean recursos naturales —petróleo, gas, minerales, agua, etc.— o infraestructuras viales, energéticas, de comunicación... La explotación de esos recursos y la construcción de las infraestructuras son realizadas, en muchos de estos casos, por EMPRESAS TRANSNACIONALES. Con el objetivo de asegurar que estas compañías exploten los recursos estratégicos de terceros países sin impedimentos, llegan a trasladarse contingentes militares del país de procedencia de la multinacional a estas zonas. La mejor representación en este sentido son las bases militares de Estados Unidos, de Francia y del Reino Unido que se encuentran situadas en regiones estratégicas de América Latina, África y Asia.

Las corporaciones transnacionales han estado muy presentes en los conflictos bélicos que, a lo largo de los siglos XX y XXI, se han desencadenado por el control de los recursos naturales, especialmente en el caso de los hidrocarburos. Así ocurrió con la guerra entre Bolivia y Paraguay (1932-1935) por la disputa sobre el Chaco, una región rica en gas y petróleo; en esa pugna estaban en liza los intereses de dos transnacionales: Standard Oil Company —lo que hoy son las compañías Chevron-Texaco y ExxonMobil— y Royal Dutch Shell. También puede señalarse el caso de Angola, donde —según la organización Human Rights Watch— con los beneficios de las actividades de multinacionales petroleras como BP, ExxonMobil y Total se financiaba la compra de armamento en plena guerra civil (1975-2002). Y las guerras en Oriente Medio —tanto la “Guerra del golfo” (1990-1991) como la ocupación de Irak (desde 2003 hasta hoy)—, promovidas por EE.UU. para controlar estratégicamente la zona con mayores reservas de petróleo del mundo.

El ejército, al servicio de los intereses de las transnacionales

Sin llegar al enfrentamiento armado de dimensiones nacionales e internacionales, se está produciendo una creciente militarización de aquellos territorios en los que existe una inversión extranjera estratégica, lo cual se extiende a la vida social y política y se justifica con argumentos como la “seguridad para los negocios”. Así, aunque dichas inversiones ocasionen un profundo deterioro del territorio, la expulsión de la población, la destrucción de la economía local y la vulneración de derechos sociales y laborales, el control militar tiene como objetivo reprimir la oposición de las comunidades locales y las organizaciones sociales a las operaciones de las transnacionales, para de este modo evitar cualquier amenaza a los intereses empresariales. Aunque para ello tenga que utilizarse la violencia de manera sistemática y pueda llegarse, en casos extremos, a la despoblación de ciertos territorios. Todo ello redunda en la violación de los derechos humanos de las poblaciones militarizadas, donde incluso llegan a producirse víctimas mortales entre la población civil y un grave daño a la soberanía del país receptor de dicha inversión.

Algunos ejemplos que plasman esta realidad van desde los conflictos generados por petroleras como Shell, en el delta del Níger (Nigeria), hasta la militarización de los campos hidrocarburíferos en Ecuador, a través del Grupo Especial de Seguridad Petrolera del ejército ecuatoriano, pasando por los conflictos provocados por las transnacionales mineras por toda América Latina. Como los originados por la corporación estadounidense Newmont en Cajamarca (Perú), la cementera suiza Holcim en San Juan Sacatepéquez (Guatemala), la multinacional brasileña Vale en Río de Janeiro (Brasil) y las mineras Xstrata y Goldcorp en La Alumbrera (Argentina), entre otros.

Un caso de especial complejidad es Colombia, con más de cincuenta años de conflicto armado interno que han configurado un contexto de violencia estructural en el que han estado involucradas, de manera directa o indirecta, las EMPRESAS TRANSNACIONALES. Ya sea disponiendo de la actividad del ejército y la policía colombiana para criminalizar la oposición social a estas compañías o directamente aliándose con grupos paramilitares, el resultado es la violación continuada de los derechos humanos y la criminalización, la persecución e incluso el asesinato de activistas indígenas y afrodecendientes, defensores y defensoras de derechos humanos, y dirigentes sindicales: Colombia fue el país del mundo donde se registró el mayor número de asesinatos de sindicalistas en el año 2011.

La militarización no sólo se plasma en la presencia del ejército, sino que también se construye a partir de leyes que justifican tanto la presencia militar como la criminalización de la oposición social, de ahí el mantenimiento y establecimiento de leyes antiterroristas. Todo ello tiende a crear, como apunta Ana Esther Ceceña, «una paradójica situación similar a la de un estado de excepción permanente en el que todos los ciudadanos serán rigurosamente vigilados porque todos son sospechosos, aunque todavía no se sepa ni siquiera de qué», inculcando así la cultura del miedo como forma de frenar la oposición social. Un ejemplo, en este sentido, es la actual utilización por parte del Estado chileno de las leyes antiterroristas —aprobadas durante la dictadura de Pinochet— aplicándoselas a la dirigencia del pueblo mapuche: con esta criminalización se intenta frenar la fuerte respuesta de rechazo que mantuvieron esas organizaciones indígenas frente a proyectos como el de la construcción de la presa hidroeléctrica Ralco, propiedad de la multinacional Endesa, en la región del Bío Bío.

Paramilitarismo e intereses empresariales

En países como Colombia, Guatemala o México, el control de ciertos territorios y de sus poblaciones es ejercido por grupos paramilitares que operan fuera de toda legalidad. En un principio, el paramilitarismo fue impulsado en varios de estos países por EE.UU. como una estrategia de autodefensa campesina contra las guerrillas marxistas en el contexto de la Guerra Fría. Desde la década de los noventa, estos grupos pasaron a actuar en base a los intereses económicos de terratenientes y empresarios industriales, y también se incorporaron a negocios ilegales como el tráfico de narcóticos o el control de rutas migratorias. Se trata de organizaciones armadas que utilizan una gran violencia y realizan, en su gran mayoría, delitos de lesa humanidad en contra de la población civil. Para ello cuentan, en muchas ocasiones, con la connivencia del ejército, ya que ambos tienen el mismo objetivo; mientras las fuerzas militares ponen en marcha procesos de fuerte represión vulnerando los derechos humanos, los grupos paramilitares utilizan la vía del terror indiscriminado con el fin de controlar el territorio y la población, lo cual supondría un riesgo de elevada deslegitimación para el ejército en el caso que fuera este quien tuviera que llevarla a cabo.

El paramilitarismo ha impuesto un modelo político y de sociedad —autoritario, basado en la propiedad concentrada de la tierra y el capital— que ha llegado incluso a reemplazar o coercionar al Estado a nivel regional o nacional. Por ello, en determinados casos ha surgido lo que podría denominarse un “paraestado”, que llega a ejercer el control territorial local tanto a nivel político como militar.

Los ejemplos que muestran que ha podido haber una relación entre paramilitarismo y compañías multinacionales no han sido pocos en América Latina: en Colombia, sin ir más lejos, se han demostrado jurídicamente varios casos de vínculos de EMPRESAS TRANSNACIONALES con grupos paramilitares en los que se establecían alianzas para “asegurar” regiones a cambio de dinero o armas. Ese ha sido el caso de las empresas Chiquita Brands, declarada culpable en el juzgado del distrito de Columbia (EE.UU.) por hacer negocios con organizaciones terroristas —en particular, por la entrega de 1,7 millones de dólares a paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia—, y Drummond, transnacional minera norteamericana que afronta diversos procesos judiciales por sus relaciones con el paramilitarismo para el asesinato de líderes sindicales y por el desplazamiento de comunidades locales para despojarlas de sus tierras. Otras empresas, sin embargo, han preferido llegar a acuerdos con las víctimas para así evitar las demandas judiciales y no ver afectada su reputación corporativa.

 


BIBLIOGRAFÍA:

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