Criminalización de la protesta: de la asimetría punitiva al auge de la conflictividad social
Juan Hernández Zubizarreta, Erika González y Pedro Ramiro (El Salto, 21 de febrero de 2023)
Miércoles 1ro de marzo de 2023
La criminalización de la protesta social se extiende por todo el mundo. En un contexto de ofensiva del poder corporativo por traspasar las penúltimas fronteras en busca de nichos de rentabilidad, en el marco de la profundización de la crisis estructural del capitalismo, la protección de los derechos humanos queda subordinada a los intereses empresariales. Es así como avanza la destrucción de los derechos sociales y ambientales, junto con la descomposición del sistema internacional de los derechos humanos. Y las personas y organizaciones que se oponen a este estado de cosas están siendo cada vez más perseguidas.
De las leyes mordaza a la toma en consideración como enemigos de quienes se oponen a la lógica de crecimiento y acumulación, pasando por la represión violenta de las movilizaciones sociales y el hostigamiento a las defensoras de derechos humanos, en Europa y América Latina tenemos múltiples ejemplos de cómo se está ejerciendo la criminalización del derecho a la protesta.
Estas prácticas van desde la asignación de la categoría de “enemigo” a las activistas sociales hasta la judicialización por sus acciones de denuncia y desobediencia, pasando por otras tácticas para bloquear el derecho a la protesta. No se trata de una cuestión estrictamente novedosa, sino más bien de un fenómeno que se acelera y evoluciona en paralelo al declive de la belle époque del neoliberalismo.
Señalamiento de las personas pobres, de las disidentes sexuales, de las racializadas, de las comunidades indígenas. Represión de quienes se enfrentan al extractivismo, al poder corporativo, a la especulación inmobiliaria, a la privatización de los servicios públicos, a la financiarización de nuestras vidas. Eliminación, al fin y al cabo, de todas aquellas las que se atrevan a desertar de la lógica de guerra y a cuestionar un modelo de desarrollo basado en la continua necesidad de incrementar el crecimiento económico y la acumulación de riqueza en manos de los grandes propietarios, íntimamente vinculado a la lógica neocolonial, racista y heteropatriarcal que se entrelaza con la evolución del sistema capitalista.
Patrones, actores e instrumentos
En las últimas décadas diferentes colectivos sociales, centros de investigación y organizaciones defensoras de los derechos humanos han venido documentando y sistematizando las formas variadas en las que puede operar la criminalización de la protesta. A partir de todas estas aportaciones, se puede dibujar el marco en el que se desarrolla el proceso de persecución de la disidencia política y social, caracterizado por el uso sistemático de una serie de patrones, actores e instrumentos.
Tres patrones se repiten a la hora de criminalizar el derecho a la protesta. En primer lugar, el señalamiento de las personas y las organizaciones que, por su labor activista que desafía el poder corporativo y la lógica de la ganancia, son tachadas de opositoras al desarrollo y al bienestar de la mayoría de la población. En segundo término, y como consecuencia del paso anterior, la represión y persecución de aquellas para impedir el ejercicio de sus derechos fundamentales. Por último, en caso de que las dos vías anteriores no sean efectivas para bloquear la protesta, la agresión, el hostigamiento y la eliminación física de quienes se enfrentan al modelo dominante.
El Estado es el actor central en el ejercicio de criminalización del derecho a la protesta. A través del poder legislativo, con la capacidad de ir adaptando la legislación a los repertorios de acción colectiva; del poder ejecutivo, con el monopolio del uso legal de la violencia; y del poder judicial, que puede efectuar diferentes interpretaciones de las leyes, puede practicar el triple marco de señalamiento, represión y eliminación. En alianza o en connivencia con el Estado, también operan otros agentes empresariales (grandes corporaciones, think tanks, lobbies) y/o paraestatales (milicias, seguridad privada, grupos paramilitares).
Todo ello se concreta en una batería de instrumentos para la estigmatización y judicialización del derecho a la protesta, que en no pocas ocasiones deriva en el ejercicio de la violencia. De los procesos de construcción del enemigo y de las labores de inteligencia y espionaje, que pretenden estigmatizar a colectivos sociales específicos, se transita a la represión judicial por vía administrativa, civil y penal. En numerosos casos el proceso combinado de estigmatización y judicialización puede evolucionar hacia un contexto de militarización, persecución policial y hostigamiento a las organizaciones sociales, políticas y sindicales, que pone en peligro la propia integridad física de las activistas y defensoras de derechos humanos.
Esta tendencia, lamentablemente, se viene intensificando en los últimos tiempos. Y todo apunta a que lo va hacer más aún en el futuro inmediato. No en vano, la agudización de la crisis económica, energética y ecológica está suponiendo la creciente extensión de las desigualdades sociales y el agravamiento de la emergencia climática, lo cual previsiblemente va a conllevar el auge de la conflictividad social. Las élites político-económicas y las instituciones que nos gobiernan van a tratar de establecer todo tipo de barreras para bloquear los posibles intentos de acometer transformaciones estructurales. En este informe se han recogido las más significativas, con el objetivo de analizar el contexto represivo de cara a los estallidos sociales que están por venir.
Asimetría punitiva
La necesidad de asegurar los beneficios empresariales, en el marco de un proceso de descomposición generalizada de los derechos humanos, conduce a un cierre autoritario. El derecho a la protesta se considera un factor de inestabilidad que pone en riesgo los márgenes de ganancia actuales, por lo que la respuesta de la clase político-empresarial pasa por perfeccionar los modelos de criminalización que continúen impidiendo su desarrollo.
La respuesta a la agudización de los conflictos sociales trata de ser ejemplarizante, pasando sin demasiados miramientos por encima de los derechos fundamentales con tal de asegurar a toda costa los intereses de los grandes propietarios. Es un modelo en el que, a diferencia de lo que ocurría en los años dorados de la globalización neoliberal, prima más la coerción que la cohesión. Sin abandonar las estrategias de soft power, el momento actual de las sociedades capitalistas occidentales, cuando han dejado de funcionar los mecanismos de cohesión social asociados al Estado del bienestar y se constata la imposibilidad de mantener la bonanza aparente de las clases medias, se caracteriza por un reforzamiento de la lógica represiva y los instrumentos de control social.
Con la asimetría normativa, característica de la lex mercatoria, se blinda lo que vendría a configurarse como el “derecho” del gran capital, mientras la protección de los derechos de las personas, comunidades y pueblos se va desplazando hacia el ámbito de lo meramente declarativo. En una línea análoga, puede decirse que existe una asimetría punitiva: por una parte, se sofistican los mecanismos legales —también alegales e ilegales— de control y disciplinamiento social; por otra, se obstaculiza la persecución de los crímenes económicos y ecológicos internacionales. A la vez que se han ido desarrollando innovaciones legislativas para catalogar como delitos los nuevos métodos reivindicativos de los movimientos sociales, apenas hay herramientas técnico-jurídicas para adaptar los marcos regulatorios al modus operandi habitual de las corporaciones transnacionales y los fondos de inversión.
La excepcionalidad jurídica, como prerrogativa del poder corporativo, implica suspender las obligaciones o aumentar los derechos de los grandes propietarios en situaciones concretas y puntuales. Y estas situaciones se van ampliando por supuestos estados de necesidad del conjunto de la sociedad, que en realidad únicamente benefician a los intereses privados y convierten lo excepcional en habitual. La justificación se sostiene bajo la vieja premisa neoliberal de que lo que es bueno y necesario para el negocio corporativo es bueno para la mayoría de la población.
La guerra exige ampliar los requisitos excepcionales que legitiman el crecimiento de la industria militar. El precio y la escasez de alimentos excluye cualquier referencia a la soberanía alimentaria y prioriza el agronegocio. El control migratorio fomenta la industria de la seguridad y exime de facto de las obligaciones reguladas en el derecho internacional de los derechos humanos a las diferentes administraciones públicas. La crisis energética requiere reinterpretar excepcionalmente cualquier limitación de las energías fósiles y hasta recuperar la energía nuclear. La recesión económica dispensa cualquier propuesta para controlar la especulación financiera. La pandemia excluye la distribución equitativa de vacunas entre los países centrales y periféricos, y blinda jurídicamente el sistema de patentes frente al derecho universal a la salud. La creación de empleo y riqueza exime de impulsar cualquier referencia vinculante a los derechos humanos que pueda condicionar el repunte del crecimiento económico. La necesidad de continuar con el proceso de valorización del capital se construye sobre la aparente inexistencia del trabajo esclavo y de la crisis de reproducción social. Y el derecho a la protesta, base fundamental para la consecución de los derechos sociales presentes y futuros, queda enterrado bajo todo lo anterior.
Estado de excepción permanente
La unilateralidad empresarial y la acumulación de riqueza se refuerzan con la generalización de la excepcionalidad, ya que esta ha adquirido un estatuto principal en la configuración del derecho corporativo global. La excepción se transforma en práctica universal cuando hablamos de expandir los derechos —diríamos, más bien, negocios— de las élites. El conjunto de estas prácticas normativas provoca que la telaraña corporativa se enrede en la fragilidad del derecho internacional de los derechos humanos, invadiendo su estructura e imponiendo lógicas y principios del derecho privado. Si se recopilan todas estas prácticas, el panorama es demoledor: no son fallos del sistema, es el avance del neofascismo global.
En este marco, la tendencia al silenciamiento de las voces críticas y a la represión de las acciones colectivas contra la imposición del modelo extractivista, patriarcal y neocolonial se ha visto acelerada con la pandemia y la guerra. Organizaciones sociales, defensoras de derechos humanos, medios de comunicación y dirigentes comunitarios han sido cada vez más estigmatizados, perseguidos, detenidos y amenazados. En 2021, según ha denunciado Amnistía Internacional, hasta 67 países aprobaron reformas legales para limitar las libertades de expresión, asociación y reunión. En numerosas partes del mundo se está produciendo un incremento de la violencia contra líderes sociales y activistas ambientales.
A la vez, se agudiza el proceso de descomposición de los derechos humanos que han sido desregulados, expropiados y destruidos con el fin de eliminar cualquier obstáculo ambiental y social a los beneficios empresariales. En este contexto, el derecho a la protesta también es considerado un elemento de inestabilidad que pone en riesgo la acumulación de riqueza por parte de las élites. En consecuencia, aumentan y se complejizan los patrones de criminalización que intentan obstaculizarla.
La pandemia del coronavirus y la guerra en Ucrania han servido de justificación para actualizar la doctrina del shock. Así, se han acometido reformas legales y se han aprobado nuevas normas que limitan, todavía más, las libertades de expresión, asociación y reunión. Se han extendido por la Unión Europea y América Latina las leyes de seguridad ciudadana y las reformas del código penal que no hacen sino recrudecer la represión y aumentar la impunidad de los actores que cometen abusos sobre los derechos humanos. Se extiende y generaliza una lógica securitaria para abordar cuestiones políticas y sociales.
Se replica en ambas regiones el fortalecimiento de la doctrina del derecho penal del enemigo, aplicado a quienes reivindican la defensa de los derechos humanos y del territorio a través de un doble proceso de estigmatización y judicialización. Se genera alarma mediática ante la alteración de los principios de normalidad de la vida social y política y del peligro que pueden ocasionar. Se extiende la difamación y la asignación de etiquetas como “radicales”, “antisistema” y “anti-desarrollo”. En Europa, con los movimientos de lucha por la vivienda, el feminismo, el ecologismo y los colectivos por los derechos de los migrantes; en América Latina, también con los pueblos indígenas, el campesinado y las periferias populares de las grandes ciudades.
La construcción mediática y la puesta en marcha de dispositivos policiales se realiza, en no pocas ocasiones, a partir del espionaje y la vigilancia. Las demandas estratégicas contra la participación pública (SLAPP) y las detenciones arbitrarias se utilizan de forma creciente para obstaculizar el derecho a la protesta. Personas con mayor visibilidad en las movilizaciones, líderes y lideresas sociales, así como quienes ejercen la labor de defender jurídicamente a las comunidades locales frente al avance de los megaproyectos, son criminalizadas con demandas penales y detenciones preventivas. A pesar de que muchas veces estos procesos son desestimados, se consigue estigmatizar, intimidar, silenciar y agotar las protestas a través de largos procedimientos judiciales.
El aluvión de sanciones administrativas que se ha producido en el Estado español por la participación en movilizaciones sociales, especialmente a partir del 15-M y la Ley Mordaza, se encuadra en el auge de la burorrepresión. Aunque esto puede reconocerse como un fenómeno de baja intensidad, tiene un efecto profundamente desalentador en contextos de creciente precariedad y hace más difícil su denuncia colectiva. En muchos países se están interponiendo numerosas trabas para eliminar del debate público las voces críticas al gobierno y las grandes empresas, restringiendo el acceso a la información y la financiación.
Auge de la conflictividad social
Las grandes movilizaciones que han interrumpido las condiciones de normalidad han sido habitualmente contestadas con un uso desmedido de la fuerza. Con el creciente cierre autoritario de los Estados en el actual contexto de policrisis generalizada, en el momento en que se produzcan estallidos sociales la respuesta no se prevé que vaya a ser más controlada. Además de la mayor capacidad de las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para utilizar la fuerza, se siguen promoviendo reformas de los códigos penales que tienen como consecuencia el incremento de la criminalización de activistas y organizaciones sociales.
También con los colectivos y organizaciones ecologistas que están realizando acciones de desobediencia civil para alertar de la ausencia de compromiso político de los responsables de la aceleración del desorden climático. Recientemente hemos podido ver cómo se ha dado el tratamiento de “terroristas” a quienes han lanzado tomate y pintura a cuadros emblemáticos para llamar la atención sobre la urgencia de tomar medidas drásticas para frenar el calentamiento global. Y eso ha derivado en una fuerte criminalización, también de las periodistas que han cubierto alguno de estos actos, que ha conllevado la acusación de desórdenes públicos y daños al patrimonio.
Todas estas acciones y mensajes, con las que se trata de impedir el urgente cambio de rumbo en el modelo socioeconómico, sin embargo, van a ser incapaces de ocultar indefinidamente el previsible auge de la conflictividad social.
Juan Hernández Zubizarreta, Erika González y Pedro Ramiro, investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz con Dignidad.
Ver en línea : El Salto, 21 de febrero de 2023.