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Ahora es un bosque

María González Reyes

Lunes 12 de diciembre de 2022

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La imagen que me hizo volver a pensar en ese lugar era la de un montón de personas sentadas a ambos lados de una vía de tren, ya en desuso, comiéndose un bocadillo. Por esos carriles circulaban los vagones en los que sacaban los excrementos humanos del campo para personas refugiadas de Gurs, en Francia.

Ese lugar ahora es un bosque. Árboles que rozarían las nubes si las hubiera. Hay distintas formas de tratar de borrar la memoria. Plantar un bosque donde estuvieron colocados 382 barracones, en cada uno de los cuales vivían 60 personas, es una de ellas. Se inauguró en 1939.

Decían que era un campo de acogida de personas refugiadas. Pero los lugares donde se acoge no están rodeados de alambradas ni tienen gendarmes que impiden la salida de las personas que están adentro. Quizás por eso en muchos documentos franceses aparece denominado como “Campo de concentración”.

Lugar de derechos recortados. De poca comida. De demasiados vigilantes. La puerta solo permanecía abierta para volver a la dictadura.

Vascos. Brigadistas internacionales. Aviadores. Españoles. Son los cuatro grupos en los que clasificaron a los hombres que inauguraron el campo en 1939. Eran 18.000. Después llegaron las mujeres, las niñas y los niños. Muchas habían estado viviendo en la playa de Argelès tras atravesar la frontera. Una playa convertida en un campo de concentración. Quien tenía maleta la usaba como parapeto para la arena. Pasaron de la arena de la playa al barro. No había ningún árbol en el campo para refugiados de Gurs, los plantaron mucho después.

Más tarde fue también un campo de detención para personas judías y comunistas. Muchas de ellas fueron obligadas a partir hacia lo que en los documentos oficiales era denominado “Destino desconocido”. Ese destino era Auschwitz.

Cuentan que fue fácil desmantelarlo. Era todo de madera y se la llevaron los campesinos y campesinas de la zona. La memoria se diseminó y quedó desperdigada. Queda el cementerio. Hay 1.100 tumbas. A las tumbas no las tapó el bosque.

Cuentan que la vida en el campo se reivindicaba autoorganizándose. La comida se preparaba en ollas grandes. De manera colectiva. Arrancaban el suelo de madera de los barracones para construir bancos y mesas. Bancos para dar clases. Mesas para jugar al ajedrez y para hacer boletines y para hacer periódicos-murales. Con el barro hacían esculturas. Crearon una orquesta e hicieron dibujos que mostraban la realidad cotidiana de un lugar que no se fotografiaba. Y jugaban al voleibol y al fútbol. También tenían muchos debates políticos. Convivían muchas nacionalidades.

Algunas vecinas recogían los mensajes que las personas encerradas lanzaban agarrados en piedras al otro lado de la alambrada. Luego, trataban de dar respuesta a lo que les pedían. Una manta. Comida. Información.

No sé qué estaría en las cabezas de esas mujeres y hombres. Qué se preguntarían al levantarse. Cómo sería vivir ahí un día y después otro. Cada día. El mismo día aunque en realidad es otro. Uno detrás de otro.

Me pregunto por qué decidieron jugar al ajedrez. Por qué dibujaban y hacían esculturas. Por qué continuaron debatiendo cuando parecía que todo estaba perdido.

Me pregunto si crear para resistir es un instinto humano o es algo que aprendemos cuando nos juntamos con otras personas.

Ver en línea : El Salto, 11 de diciembre de 2022.


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