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La Unión Europea en la tormenta perfecta

Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate y Juan Hernández Zubizarreta (El Salto, 1 de diciembre de 2022)

Jueves 1ro de diciembre de 2022

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“Una crisis como nunca se ha vivido, fuente de potenciales disturbios socioeconómicos en 2023”. Esta es la contundente caracterización de David Beasley, director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos (PMA), sobre el actual horizonte global. La Organización Meteorológica Mundial, por su parte, ahonda en la misma línea argumental cuando alerta sobre un “cambio climático que se intensifica a velocidad catastrófica”, principal conclusión de su reciente informe presentado en la COP27 celebrada en Egipto. Tampoco se aleja mucho de este diagnóstico el Fondo Monetario Internacional (FMI), que titulaba “Panorama sombrío e incierto” su última actualización sobre las perspectivas económicas a escala planetaria. Ni el Banco Mundial o la Oficina Nacional de Estadística de China, que atisban un “riesgo real de estanflación”, esto es, una compleja y poco habitual combinación de frágil crecimiento económico e inflación.

En Europa, escenario directo de una guerra de proyección y escala internacional, este clima de incertidumbre, fragilidad y crecientes tensiones se hace todavía más evidente. Josep Borrell, alto representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, constata —o se jacta de— que “la política de la fuerza ha vuelto”, mientras Paolo Gentiloni, comisario europeo de Economía, habla de “aguas turbulentas” como metáfora de la situación social en el viejo continente. Incluso el Banco Central Europeo (BCE) ya no oculta “su creciente preocupación por una recesión inminente”.

Estos titulares denotan, ahora sí, un cierto consenso —incluso institucional—, sobre la extrema gravedad de la situación que atravesamos. Este, no obstante, salta por los aires cuando se señalan causas y responsables de la misma. Las élites económicas, políticas y mediáticas, empecinadas en la defensa de un statu quo del cual dependen sus privilegios, nos bombardean con un imaginario que sitúa la guerra en Ucrania cómo génesis de todos los males presentes y por venir, haciendo pasar consecuencias como causas y sentando las bases para aplicaciones futuras de la doctrina del shock. Evitan de este modo un análisis integral de las dinámicas económicas, ambientales y geopolíticas hoy en flagrante tensión —tensión que antecede al conflicto bélico en ciernes—, ofreciendo a cada problema soluciones parciales y/o de corte tecnológico (digitalización, capitalismo verde, atlantismo) como señuelo para impedir las profundas transformaciones sistémicas que hoy precisamos.

Frente a este ejercicio alienante de ideología capitalista, desde múltiples instancias sociales y académicas hace tiempo que se viene situando la raíz de la profunda crisis actual en la tormenta perfecta a la que nos aboca el capitalismo. El desarrollo de este enfrentaría así la acción combinada y simultánea de cuatro límites estructurales (crecimiento estancado, ultraendeudamiento, cambio climático desbocado y agotamiento de energía fósil, materiales estratégicos y alimentos), un inédito callejón sin salida de funestas consecuencias sobre los ecosistemas, los pueblos y la clase trabajadora, génesis además de crecientes conflictos de todo tipo, Ucrania incluida.

La Unión Europea, lejos de asumir el reto de enfrentar la tormenta perfecta, ha contribuido y sigue contribuyendo a su gestación, desarrollo y enconamiento. El belicismo creciente y la sumisión a Estados Unidos mostrado en lo geopolítico, el carácter timorato y en favor del poder corporativo de sus apuestas económicas, así como el sentido antagónico a una verdadera transición ecosocial de su agenda energética, alimentan una peligrosa espiral en la que se entrelazan oscuros sabotajes, desmantelamiento de derechos, precariedad generalizada, violencia e, incluso, amenazas nucleares.

Es por tanto necesario forzar, desde la movilización social, un profundo cambio de rumbo político en el viejo continente. Bajo esta premisa este artículo alerta, en primer lugar, sobre el grado de desarrollo y horizonte futuro de una tormenta perfecta que no deja de fortalecerse. En segundo término, disecciona críticamente el rol geopolítico, económico y energético que la Unión Europea está asumiendo en este contexto global, planteando en última instancia algunas claves desde las que, en vez de avivar la tormenta, tratemos de desactivarla.

La tormenta perfecta que no cesa

Iniciamos nuestro análisis del devenir de la tormenta perfecta a partir de los dos vértices que delimitan la base física de actuación del capitalismo: el cambio climático, por un lado, y el agotamiento de energía fósil, materiales estratégicos y alimentos, por el otro.

En lo que respecta al cambio climático, y pese a los cantos de sirena de la apuesta por la descarbonización, seguimos alcanzando año tras año un nuevo récord de emisión de gases contaminantes a la atmósfera. En 2022 la temperatura media general se situará ya en 1,15 °C por encima de la existente en la época preindustrial, cuando el Acuerdo de París estableció 1,5 como límite de referencia antes de que se activaran bucles de retroalimentación de nefastas e imprecedibles consecuencias. De mantenerse los patrones actuales de desarrollo, alcanzaríamos la cifra de 2,8 °C al finalizar el presente siglo, según los recientes informes del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) o el Climate Action Tracker (CAT). El alarmante dato de una Amazonía otrora “pulmón verde del planeta”, hoy en gran parte emisora neta de carbono, no es sino un botón de muestra de la senda sin retorno en la que parecemos adentramos.

Pese a ello, la voluntad política de la comunidad internacional para reducir emisiones de manera explícita y vinculante, incidiendo en consecuencia sobre la lógica capitalista de acumulación y crecimiento a escala global, sigue siendo nula. La COP27 celebrada en Egipto no es sino la última constatación a tal efecto: se evita a toda costa cualquier compromiso de reducción, mientras se vende como éxito la creación de un difuso fondo —aún sin dotación económica ni marco de actuación— para ayudar a los países más vulnerables a enfrentar el cambio climático.

En consecuencia, se vislumbran en el horizonte próximo notables impactos en términos de acidificación de océanos, degradación de tierras, proliferación de desastres, desplazamientos ambientales, aceleración del deshielo y liberación del metano oceánico, etc. Impactos que ya son evidentes en 2022: el verano más cálido registrado nunca en Europa, las inundaciones en Pakistán e India, las sequías en Kenia, Somalia, Etiopía y el oeste de EEUU, o el incremento en 10 milímetros de la altura del mar respecto al baremo de 2020, son solo algunos ejemplos de ello.

El segundo límite físico que atenaza al sistema vigente es el agotamiento de energía fósil, materiales estratégicos y alimentos. Si crecimiento capitalista e incremento en el consumo de dichos elementos son fenómenos históricos indefectiblemente unidos, hoy el capitalismo enfrenta el reto de crecer con una base energética y material explícitamente menor.

En lo que se refiere al petróleo —gran hegemón de la matriz energética actual—, una vez superado su pico, sufre actualmente un paulatino proceso de desinversión. Un estudio de la transnacional saudí Aramco incide en esa línea, augurando una reducción de la producción global del 30% en los próximos ocho años. Aunque el deshielo del ártico y las coyunturas favorables que pudieran crearse al calor del vaivén de unos precios que toman forma de “dientes de sierra” mitiguen dicho proceso, este parece tendencialmente irrefrenable. Por su parte, el gas seguirá esta misma evolución, aunque un poco más pausada, alcanzando su pico a lo largo de la presente década. Mientras, el carbón pudiera contar con un plazo más amplio, y vuelve a la primera plana de la mano especialmente de Alemania y China que, ante la espiral de precios del gas, lo usan de nuevo de manera masiva, pese a su incidencia exponencial en términos de cambio climático.

Este horizonte a corto y medio plazo de los combustibles fósiles no es ni mucho menos baladí, si tenemos en cuenta que estas tres fuentes de energía, junto a la nuclear —también el uranio está en declive, descendiendo su extracción un 20% desde 2016— suponen el 90% de la energía primaria a escala global. Si combinamos este dato con otro que señala que solo en torno al 20% del consumo energético final es en forma de electricidad, podemos concluir que por mucho que se avance en términos de electrificación, incluso vía renovables, será imposible llenar el vacío que vayan dejando el petróleo y el gas sin reducir el consumo. Un misil en toda regla a la línea de flotación de la acumulación capitalista.

En todo caso, esta relación paradójica entre necesidades capitalistas y límites físicos no se circunscribe únicamente a la energía fósil, sino que amplía su radio de acción a la minería metálica, como bien señala la Agencia Internacional de la Energía (IEA). El capitalismo verde y digital, hoy convertido en falso imaginario de disputa con la tormenta perfecta, desarrolla una práctica depredadora de muy diversos materiales (litio, cobalto, cobre, níquel, circonio, wolframio, tierras raras, etc.), que ya han llegado a su cénit o están cerca de hacerlo. Junto al canto de sirena de la descarbonización, el de la desmaterialización de la economía vía digitalización también cae por su propio peso. Por poner solo un ejemplo, la IEA ha señalado que el litio, elemento fundamental para la producción de baterías eléctricas de todo tipo, podría sufrir carencias ya en 2025, si se mantiene al actual ritmo de crecimiento de la demanda.

Pero incluso la producción de alimentos también da signos de agotamiento, fruto de la acción combinada del cambio climático, el modelo agroindustrial y la carencia de fertilizantes. Todo ello, por supuesto, agravado por la guerra entre Ucrania y Rusia como “graneros del mundo” y principales productores de dichos abonos químicos. Si sumamos este progresivo agotamiento al incremento de precios provocado por el carácter especulativo de los mercados alimentarios, obtenemos como resultado un panorama realmente crítico, al que se abona no solo el director del PMA con la frase que abría este artículo, sino también el Banco Mundial, cuando afirma que dicho incremento tendrá un “efecto devastador en las familias más pobres”. La Asociación Internacional de Fertilizantes, mientras tanto, asegura que ya en 2022 hay una “clara probabilidad de escasez en ciertos fertilizantes”.

En definitiva, la tormenta perfecta limita cada vez más el “marco de lo posible” para el sistema capitalista, conduciéndole a un callejón sin salida: crecer más con menos recursos —cuestión que nunca ha logrado en su historia—, en un marco de creciente vulnerabilidad climática. Si bien es cierto que se trata de tendencias ecológicas que se proyectan en el medio y largo plazo, ya están teniendo su impacto directo también en el corto en términos de degradación, escasez y alza de precios.

Uno de los principales factores que inciden en la galopante inflación actual, como posteriormente analizaremos, está directamente vinculado al agotamiento de energía, materiales y alimentos, con un efecto integral sobre el conjunto de la economía y de la sociedad. Si Jason W. Moore ya alertaba sobre la incapacidad del capitalismo de reproducirse sin un marco de abundancia y bajos precios de trabajo, energía, materias primas y alimentos (“los cuatro baratos”), hoy evidentemente se enfrenta a un momento más que crítico.

Completamos nuestro análisis de la tormenta perfecta abordando sus dos vértices de carácter económico: el crecimiento estancado y el ultraendeudamiento. Además de que el marco ecológico convierte el crecimiento en una quimera como tendencia, las propias dinámicas de acumulación capitalista —recordemos, principal seña de identidad del sistema— llevan dando señales de alarma por sí mismas hace mucho tiempo. Estas jamás han reeditado las tasas de crecimiento de los Treinta gloriosos del siglo pasado, mientras el Banco Mundial asegura que “durante el quinquenio 2020-2024 se ha reducido en un 20% el crecimiento tendencial del periodo 2010-2019”. Ahora, en un contexto de guerra, se atisban, como ya hemos señalado, síntomas de recesión.

En este sentido todas las perspectivas elaboradas por organismos multilaterales (FMI, BM, OCDE, BCE, CEPAL) son notablemente pesimistas. En grado creciente, como se puede comprobar, según se van actualizando datos. Como corolario de todas ellas destacamos la conclusión del FMI, que afirma que “un tercio de la economía mundial entrará próximamente en recesión”, dentro de un marco de prácticamente nulo crecimiento para todas las regiones del planeta en 2023 (a excepción de China, aunque a un ritmo menor que en décadas precedentes).

La digitalización, gran esperanza capitalista, no ha mostrado capacidad alguna de generar una nueva onda expansiva que, a partir de incrementos sólidos y generalizados en la productividad, dé pie a aumentos en las tasas de ganancia, inversión, consumo y empleo. Al contrario, como señala Michael Roberts, “el crecimiento de la productividad se ha ido desacelerando hacia cero en las principales economías durante más de dos décadas, y particularmente en la larga depresión desde 2010”.

Además, este magro desempeño económico se enfrenta a una alta inflación, dando lugar al fenómeno de la estanflación. Hablamos de una inflación fundamentalmente de oferta —salvo parcialmente en el caso de Estados Unidos—, provocada por diversos factores entrelazados: el agotamiento antes señalado de recursos como lógica tendencial, el mantenimiento generalizado de los márgenes empresariales de beneficio, el carácter especulativo, autorregulado y errático de parte fundamental de los mercados de futuros en los que se deciden los precios de energía, materias primas y alimentos, así como el impacto de la guerra. El resultado es un incremento de precios sostenido en el tiempo, que alcanza el 10,6% en la Eurozona, y que no desciende del 8% en EEUU y América Latina, siendo 9% la media estimada para los países miembros de la OCDE. Se trata de un fenómeno por tanto muy sustantivo, que incide aún más en la incertidumbre a la hora de realizar inversiones —pese a la precarización evidente de los salarios, que no se actualizan al ritmo de la inflación— y, en consecuencia, sobre las dinámicas de acumulación de capital.

Precisamente por ello, y pese a no ser producto en términos generales de un exceso de demanda, las principales autoridades monetarias han comenzado una espiral de subida de tipos de interés como arma de lucha contra la inflación, ahondando aún más en las posibilidades de recesión vía “enfriamiento de la economía”. La Reserva Federal de EEUU (FED) ha elevado los tipos hasta el 3,75-4%, mientras que el BCE lo ha hecho hasta el momento en un 2%, perfilando el euribor hacia el 3%. El dogma neoliberal se impone de nuevo: “Siempre hay un riesgo de ir demasiado lejos o de no hacer lo suficiente, aunque por encima de todo está el temor a no cumplir con el juramento de tener los precios bajo control”, afirma Jerome Powell, presidente de la FED.

El resultado de este proceso, más allá de un efecto directo en términos de precariedad del trabajo, es una vuelta de tuerca más en el horizonte de recesión y, muy especialmente, un aldabonazo en el cuarto vértice de la tormenta perfecta: el ultraendeudamiento de hogares, corporaciones y Estados. Si hasta el momento el lánguido devenir del capitalismo se sostenía mediante la respiración asistida de una deuda barata, la espiral aún no concluida de incrementos en el coste de la misma amenaza seriamente la frágil estabilidad financiera global.

Tengamos en cuenta que la deuda global roza los 300 billones de dólares (3,5 veces el PIB mundial); que la deuda pública ha aumentado en 2022 un 7,8% respecto a 2021, fruto de los programas de recuperación, alcanzando la cifra de 65 billones; que, según Roberts, “la nueva recesión será provocada por el colapso de la ingente deuda corporativa”; y que parte significativa del consumo de la ya de por sí precarizada clase trabajadora se sostiene sobre la deuda. La inestabilidad, por tanto, está servida.

En esa línea, ya se están dando los primeros casos de impago (Sri Lanka, Líbano, Surinam, Zambia), mientras otros países solicitan “ayuda” al FMI (Pakistán y Bangladesh) y muchos otros afrontan graves problemas financieros (Chile, Polonia, India, Filipinas, Tailandia, Egipto, Ghana, Túnez). Las trompetas de la austeridad, por lo tanto, comienzan a atronar, y los países mencionados son solo el comienzo. A su vez, la proliferación de “corporaciones zombi” (aquellas capaces únicamente de pagar los intereses de su deuda), amenaza muy seriamente la economía global, dado su tamaño y la interdependencia de la economía. Finalmente, los riesgos de explosión de burbujas como la generada en 2008 por las hipotecas subprime en EEUU se incrementan exponencialmente en el marco de un sistema financiero desproporcionado y desregulado.

En definitiva, el capitalismo nos aboca a una tormenta perfecta de desempleo, desindustrialización, recesión, insostenibilidad, inestabilidad financiera y precariedad generalizada. Su versión actual, más cool, verde y digital, no hace sino ahondar en dicha tormenta. No hay salida, pues, dentro de un sistema que alienta el cambio climático, agota sin control democrático los escasos recursos estratégicos, amplía el marco del desempleo —muy relevantes los despidos ya previstos en las corporaciones tecnológicas—, empobrece a la clase trabajadora e incrementa la cifra de personas con hambre hasta los 828 millones.

El intento de atajar uno de los vértices de la tormenta perfecta desde las señas de identidad del capitalismo agrava la situación del resto de vértices, sentando en consecuencia las bases que impiden siquiera cualquier avance en dicho intento parcial. Una verdadera aporía, un problema sin solución.

Pese a ello, el empeño por mantener la acumulación de capital como premisa indiscutible, los mercados globales como escenario prioritario, las empresas transnacionales como protagonistas y los megaproyectos como herramienta básica de actuación, ahonda en una lógica de reforzamiento de la impunidad corporativa y desmantelamiento de derechos colectivos. Tormenta perfecta y autoritarismo creciente, por tanto, van indefectiblemente unidos.

Así, por un lado, se sigue profundizando en el blindaje de los intereses corporativos mediante la proliferación de tratados de comercio e inversión, el desarrollo de nuevas figuras jurídicas “de urgencia” que limitan el control público y el análisis de impacto ambiental, así como el desarrollo de fórmulas como la diligencia debida, que pretenden impedir la regulación democrática de las actuaciones de las grandes empresas.

De manera complementaria, los derechos humanos sufren un quíntuple proceso de descomposición: desregulación en masa, pasando la precariedad a formar parte constituyente de sus núcleos centrales; expropiación a las mayorías sociales y pueblos mediante la ofensiva corporativa antes expuesta; reinterpretación de los mismos desde los intereses de las élites político-económicas, situando la propiedad privada y la especulación en el vértice del orden normativo; zonificación, lo que implica que se encarcela, encierra y aísla a pueblos y personas, en el contexto de un confinamiento estructural de parte de la población; y finalmente destrucción, por la vía de la guerra, la militarización, el racismo, el patriarcado y la xenofobia jurídica.

Blindaje político-jurídico autoritario, en definitiva, que acompaña a una ofensiva económica sin salida. Este es el horizonte que nos ofrece un capitalismo inserto en el laberinto de su tormenta perfecta.

La UE, agente activo en la tormenta perfecta

El rol de la Unión Europea en la gestación y desarrollo de la tormenta perfecta ha sido y sigue siendo clave. Su participación en el impulso de la agenda neoliberal a lo largo de más de tres décadas, así como en la consolidación de un tablero internacional crecientemente inflamado —también en Ucrania—, es innegable.

Partiendo de esta responsabilidad histórica, nos centramos ahora en el análisis de sus políticas en el último trienio, incidiendo de manera específica en tres ámbitos complementarios de especial significación: el geopolítico, el macroeconómico y el energético.

La sumisión a los dictados de EEUU —por ende, de la OTAN— y un creciente belicismo son las principales características de su desempeño geopolítico. En vez de hacer valer su poder económico (mayor mercado del mundo) y geoestratégico (parte de Eurasia, territorio clave dentro de la muy actual teoría de Mackinder) para convertirse en fiel de la balanza de la disputa por la hegemonía entre EEUU y China, la UE ha tomado partido. Se ha convertido así en cómplice de una estrategia norteamericana que pretende sostener su rol imperial a cualquier precio, azuzando los conflictos que fueran necesarios con tal de aislar a Oriente y blindar el atlantismo europeo. Ucrania, en este sentido, sería un conflicto condicionado por dicha estrategia.

La guerra, con el aval de la UE, se impone así a la búsqueda de la paz, el unilateralismo a la pretensión de un mundo multipolar. El relato bélico extiende sus alas y se adueña del debate político. Se entrelazan de este modo, dentro de una peligrosísima espiral militarista, análisis simples y dicotómicos de la realidad, ocho rondas de sanciones a Rusia —considerado ahora como “Estado terrorista” — de un impacto y eficacia más que dudosos, presupuestos de “defensa” que duplican su tamaño, entrenamiento de tropas y venta de armamento pesado a Ucrania, un grave sabotaje no aclarado del Nord Stream —aunque todo apunta a EEUU y/o a sus aliados—, señalamiento de China —mayor socio económico europeo— como “desafío estratégico”, amenazas más o menos veladas de ataque nuclear, etc.

Frente a la determinación de poner fin a esta deriva e imponer de manera rotunda la vía diplomática, la UE ha decidido asumir el lamentable papel de “tonto útil” de EEUU. Mientras este refuerza su posición internacional y amplía los mercados para su industria militar y energética —venta de gas licuado a la UE en sustitución del ruso—, es la población europea la que vive en sus propias carnes y de manera exponencial los impactos del conflicto.

Avanzando en nuestro análisis al ámbito macroeconómico, es precisamente la primacía del interés del poder corporativo sobre los derechos de la ciudadanía lo que destaca como leit motiv de la política de la UE. Aunque los fondos de recuperación (NGEU) y la suspensión temporal del Pacto de Crecimiento y Estabilidad se pretendieron vender como un giro neokeynesiano frente al dogmatismo neoliberal, eran en realidad medidas directamente vinculadas al rescate de unas grandes corporaciones europeas zarandeadas por la tormenta perfecta, así como por su retraso respecto a las chinas y norteamericanas en los principales nichos del capitalismo verde y digital.

Esta mutación en la captura corporativa de las instituciones continentales no ha alterado por tanto las prioridades, tal y como estamos ya observando: se prima la lucha contra la inflación —aunque esta tenga origen en la oferta, no en la demanda—, subiendo los tipos de interés aún a riesgo de ahondar en el horizonte de recesión; se anuncia una revisión de la política fiscal, que devolvería a medio plazo los límites de déficit (3%) y deuda pública (60%), en un marco de reformas dictadas por la Comisión y el Consejo; se asume como premisas el incremento del gasto militar y el pago de una voluminosa deuda, engordada por el apoyo público a grandes empresas, así como por el carácter especulativo de la política monetaria de expansión cuantitativa; se refuerzan las alianzas público-corporativas para el desarrollo de megaproyectos, una verdadera alfombra roja para las empresas transnacionales; se impide cualquier atisbo de lesionar los privilegios de estas (control de precios, coto a los mercados marginalistas oligopólicos, fin de los paraísos fiscales), salvo quizá el timorato y aún cuestionado gravamen a los “beneficios caídos del cielo” de las corporaciones energéticas; y se insiste en reformas lesivas para la clase trabajadora (laboral, pensiones), vía chantaje en la negociación de los fondos europeos.

En definitiva, lo sustancial de la agenda capitalista se ha mantenido inalterable, aunque en un nuevo marco que refuerza el rol del Estado en la lógica de acumulación, así como en un contexto político de reequilibrio de las correlaciones de fuerzas entre “halcones”, PIGS y países del Este.

La sociedad europea, en consecuencia, se está ya enfrentando a una coyuntura de inflación galopante, tipos de interés en espiral alcista y una economía paralizada. Pero el horizonte es todavía más turbio, a las puertas de una recesión —con sus derivadas en términos de desindustrialización, desempleo y austeridad—; enfrentando un panorama de escasez energética a partir de 2023, cuando ya se hayan agotado las reservas actuales de gas, en el marco de una guerra que se proyecta en el largo plazo; en un momento en el que vuelven a evidenciarse las tensiones internas y la prioridad por “salidas individuales” frente a las colectivas, fundamentalmente de los países más poderosos como Alemania; y ante una dinámica progresiva de descomposición de derechos, con el neocolonialismo encarnado en los nuevos tratados de comercio e inversión con Mercosur y México, el avance de la diligencia debida, el reforzamiento de la Europa Fortaleza, la imposición de figuras como los megaproyectos de interés común, etc.

Estas apuestas macroeconómicas en favor del poder corporativo se trasladan de manera coherente al estratégico ámbito de la energía. El relato verde y los objetivos de cero emisiones netas, que acapararon la agenda mediática en la fase de recuperación de la pandemia, ha sido en la práctica atravesado y cercenado por la apuesta hegemónica por el acceso a combustibles fósiles del programa RepowerEU, respuesta de la UE ante el impacto de la guerra y la espiral de sanciones.

La taxonomía europea que considera el gas y la energía nuclear como limpias define a las claras las erráticas prioridades de la UE: desarrollo de infraestructuras y dinámicas de mercado que garanticen el acceso a combustibles fósiles (sobre todo gas), resurrección del debate nuclear, y avance en iniciativas de carácter renovable —incluyendo burbujas como la del hidrógeno verde o la captura de carbono— como nuevos espacios de capitalización.

Todo ello, bajo un esquema de actuación similar: impulso de estrategias diversas de muy ambiciosos objetivos, sin ningún tipo de contraste democrático; desarrollo, en base a estas, de modelos energéticos centralizados a escala continental, unidos por nuevas infraestructuras de interconexión eléctrica y gasística; proliferación de megaproyectos de todo tipo, articulados mediante dichas infraestructuras de interconexión, incluyendo iniciativas fuera del territorio de la UE, en plena actualización de una dinámica colonial de depredación de recursos; protagonismo absoluto de las empresas transnacionales mediante alianzas público-privadas, dada la escala de las estrategias energéticas impulsadas, y con un peso específico muy significativo de las corporaciones gasísticas; y finalmente, mantenimiento de los mercados oligopólicos y de carácter marginalista, dominados por dichas compañías.

Estas son, en síntesis, las características del modelo que se impone, tanto para la fósil como para la renovable. Gas, petróleo, carbón, hidrógeno, eólica y fotovoltaica, todo vale, aunque sus metas sean contradictorias, y aunque dicho modelo sea ineficiente y consuma una ingente cantidad de energía y materiales. El modelo no se toca: acumulación de capital, intereses corporativos y de reconversión de sectores en crisis, por encima de las necesidades colectivas. Mirada continental centralizada, en oposición a planificaciones democráticas de carácter descentralizado que definan prioridades sociales. Lo corporativo, frente al desarrollo de lo público y/o lo comunitario. Los megaproyectos, frente al desarrollo de otras fórmulas que, incluyendo también la posibilidad de iniciativas de cierta escala, desarrollen un marco más amplio de instrumentos (autoconsumo, autoproducción, pequeños y medianos proyectos, iniciativas urbanas, etc.).

El avance de la tormenta perfecta y la guerra en Ucrania provocan que esta estrategia y este modelo energético-corporativo muestren ya sus grietas. Partiendo de la gran dependencia externa y en combustibles fósiles del continente, la escasez y el incremento de precios están haciendo mella ya en los bolsillos de la clase trabajadora, en las perspectivas de sectores industriales clave (como el metalúrgico), y en última instancia en el conjunto de la economía, vía recesión y desabastecimiento futuro de gas, principalmente.

Frente a ello, la UE apeló a una “intervención de emergencia”, que inicialmente se concretó en cinco medidas complementarias: límite proporcional al consumo de gas por país, teniendo en consideración la “excepción ibérica”; aprobación de un sistema continental de compra conjunta; establecimiento de un tope al precio del gas, en el marco de un nuevo índice alternativo al TTF de Ámsterdam (que refleje mejor la creciente pujanza del gas natural licuado); imposición de un gravamen coyuntural a los “beneficios caídos del cielo” de las empresas energéticas; y aceleración de los proyectos de energía renovable. Medidas todas ellas forzadas por una coyuntura crítica, pero que en ningún caso alterarían en demasía —ni durante demasiado tiempo— las lógicas de un mercado que, según la propia Von der Leyen, “ya no funciona”.

Pues bien, tras pasarse la pelota la Comisión, el Consejo y otras estructuras comunitarias durante los últimos meses, aún no hay acuerdo para una cuestión tan urgente, sobre todo en lo que se refiere al tope del precio del gas. Mientras países como Alemania y Austria presionan en favor de no establecer tope alguno para evitar que se cierren mercados, confiando en su particular capacidad de compra en los mercados, 15 Estados miembros sí apuestan por definir un máximo. La pelota, de nuevo, se sitúa en el Consejo Europeo de los días 13 y 14 de diciembre, mientras el techo propuesto como eje del debate por la Comisión (275 euros el megawatio) es considerado una “broma” por algunos países, dado su nulo carácter práctico. La Unión Europea, como el capitalismo, en su laberinto.

En definitiva, la agenda energética impulsada por la UE es un fiel indicador de su desempeño general en los últimos años: se azuza peligrosamente una espiral belicista de enormes consecuencias sobre la ciudadanía, se desarrollan estrategias erráticas de carácter antagónico con la lucha contra la tormenta perfecta, y se une la suerte del continente a los intereses privados de las empresas transnacionales, en un marco de creciente autoritarismo y conflictividad.

Cambiando de rumbo

Es fundamental, por tanto, un profundo cambio de rumbo. La transición ecosocial se va a dar, sí o sí, y está abierto el debate sobre la dirección que esta toma. Frente a la espiral de conflictos ecosociales y geopolíticos a la que nos aboca la tormenta perfecta, debemos apostar desde ya por una superación emancipadora del capitalismo. Y Europa tiene un rol fundamental en este sentido.

Acabamos bosquejando una serie de claves que apuntarían en esa dirección, incidiendo precisamente en los tres ámbitos de análisis priorizados. Así, en lo geopolítico, Europa debería poner todas sus capacidades político-diplomáticas —que no son pocas— para forzar, junto a una comunidad internacional mayoritariamente no alineada, una definitiva negociación de paz entre Rusia y Ucrania. Una negociación que asuma las máximas de justicia, verdad, reparación y garantías de no repetición, señalando las responsabilidades de todos los agentes en la conculcación de derechos humanos y la comisión de actos delictivos. Desactivar la guerra y el belicismo —no solo en Ucrania, sino también en Taiwán y otros conflictos vigentes—, poner freno a la trampa de Tucídides a la que nos lleva EEUU, avanzar en términos de un mundo multipolar, esta es la condición básica para enfrentar la tormenta perfecta.

En lo referente a la agenda económica, el desmantelamiento de la hegemonía de los mercados y las empresas transnacionales debería ser una prioridad. Si la pandemia nos ha mostrado la fragilidad de un capitalismo globalizado, la fase bélica actual de la tormenta perfecta pone a las claras su falta de rumbo, así como el antagonismo entre poder corporativo y clase trabajadora. Revisar el conjunto de su arquitectura (Tratado de Lisboa, Pacto de Crecimiento y Estabilidad, autonomía del Banco Central Europeo) debería ser posicionado, en consecuencia, en nuestro horizonte continental. Más a corto plazo, la intervención pública de los mercados (acabar con oligopolios energéticos y mercados de futuros, establecer topes máximos y mínimos de precios de alimentación, vivienda, energía, etc.) podría convertirse en una práctica democrática común, que nos permitiera avanzar hacia la publificación —en alianza público-comunitaria— de sectores estratégicos. A su vez, una redistribución radical de riqueza, trabajos y patrones internos de desarrollo es imprescindible, primando la fiscalidad progresiva y el reequilibrio territorial.

Respecto a la energía, y en coherencia con las propuestas anteriores, se debería poner fin al modelo corporativo y centralizado. Este, lejos de atender a la necesidad de solidaridad interna, responde a una lógica de acumulación de sólida matriz neocolonial respecto a los países empobrecidos. Por ello, la planificación democrática de recursos y necesidades a escala estatal y subestatal es una premisa básica para enfrentar las consecuencias de la tormenta perfecta. En función de ello, el protagonismo de la propiedad y control público-comunitario del sector frente a lo corporativo es la senda incuestionable por la que avanzar, definiendo una serie amplia y diversa de instrumentos mediante los que alcanzar los objetivos marcados en las planificaciones. La energía no puede ser una mercancía, ese es el principal aprendizaje del funesto actuar actual de la UE.

En todo caso, también es preciso poner coto a la ofensiva política autoritaria que acompaña a la tormenta perfecta, denunciando los tratados de comercio e inversión en vigor, eliminando la excepcionalidad jurídica que acompaña a los megaproyectos, impulsando la creación de instancias y normativas de regulación internacional de las grandes corporaciones y, en última instancia, reinterpretando desde abajo el derecho internacional de los derechos humanos.

Un último apunte político: este cambio de rumbo será imposible sin un notable incremento del volumen y audacia de la movilización social. Nos adentramos en un escenario muy incierto, no solo por lo excepcional del grado de desarrollo de la tormenta perfecta, sino también de las mutaciones y alcance en la respuesta social. Viejas y nuevas fórmulas tendrían que articularse para lograr posicionar, desde lo local a lo continental, una agenda de transición ecosocial como la que hemos bosquejado, sostenida en la calle y sobre el conflicto. Una agenda que trascienda la tibia trinchera que frente al neofascismo y el poder corporativo supone la alianza social-liberal. Un reto, sin duda alguna, a la altura de la tormenta perfecta.

 


Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate y Juan Hernández Zubizarreta, investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) - Paz con Dignidad.

Ver en línea : El Salto, 1 de diciembre de 2022.


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