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Acumulación, desposesión y limones

María González Reyes

Miércoles 19 de octubre de 2022

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Hoy quise acordarme de su nombre y se me había borrado. Me acordaba de todo lo demás. De sus siete hijas, todas rubias, todas flacas, con el pelo largo a pesar de los piojos, tan seguidas que parecían la misma vista con el paso de los años. Me acordaba de que recogía limones en la única época del año en la que dan limones los limoneros, de que cuando ella y el resto de personas del barrio que trabajaban de jornaleras se bajaban de los camiones que las traían del campo, tenían las caras tapadas por camisetas marcadas por muchos tonos de marrón porque recoger limones, decía, te deja llena de una suciedad pegajosa y difícil de limpiar. Me acordaba de que el resto del tiempo, cuando los limoneros estaban vacíos de limones, no tenía nada de trabajo, casi nada, nada. Me acordaba que decía que los limones lindos se los llevaban todos a Europa y que cuando me volviera a mi país es cuando iba a poder saborear los mejores. Que no me olvidara cuando estrujara uno para sacarle el jugo que lo podría haber sacado ella del árbol. Me acordaba que vivía en una casa pequeña, de suelo de tierra y techo de chapa, al borde del canal de agua estancada y sucia y triste. Me acordaba de que, los días de lluvia, la casa se llenaba de vecinas que venían a ayudarle para que no se empapasen los colchones que usaban sus hijas para dormir de tres en tres. Me acordaba de su hambre.

Y recordé también que, en aquella época, escuché por primera vez lo que era la acumulación por desposesión. Acumulación, desposesión y limones. Acumular tierra. Acumular agua. Acumular riqueza. Desposeer de los bienes naturales. Desposeer de otras formas de organización social. Desposeer de otras maneras de ser y actuar. Acumular el capital que sale del trabajo de quienes descuelgan los limones de los árboles. Desposeerla a ella de la posibilidad de comenzar el día sin la angustia de pensar si conseguiría colocar sobre la mesa algo más que limones para comer. Desposeerla de los recursos que le permitirían una vida digna. Desposeerla para que otros, unos pocos, hombres, blancos, acumulen. Limones, amarillos y ácidos, sobre una mesa vacía donde el hambre de las siete hijas se colocaba tozudo. Con ella entendí que la desposesión deja marcas en la piel de muchas mujeres. Marcas que permanecen como una hendidura hecha en la madera.

Y recordé también la manera que habían encontrado en ese lugar para patalear contra esa forma de organizar el mundo basada en acumular a costa de desposeer. Su manera de frenar la acumulación. Su forma de no ser despojadas de todo. Habían construido en el barrio un centro comunitario. Lo común frente a la acumulación. Lo común contra la desposesión. Un lugar donde la luz que entraba por las ventanas era de color amarillo limón. Allí tenían un comedor popular en el que se cocinaba para que las niñas y niños del barrio tuvieran, al menos, un dolor menos de barriga al día. Allí hacían las asambleas semanales, sobre bancos de madera que montaban y desmontaban, en las que decidían qué tipo de acciones iban a hacer para exigir al gobierno pan y trabajo y dignidad. Allí encontraban abrazos cuando los cuerpos les dolían. Allí habían montado una biblioteca y habían pintado en la pared, junto a los libros, “La que lucha ya sabe, pero la que reflexiona sobre su lucha, lucha mejor”. Allí, sobre las mismas mesas donde se colocaban los platos que las niñas y niños vaciaban de comida más rápido que el aleteo de un colibrí, se ponían lápices de colores y hojas para la escuelita que se hacía por las tardes para reforzar todo lo que no aprendían en la otra escuela. Allí pensaban las letras de las canciones que entonarían en las marchas reivindicativas hacia el centro de la ciudad. Allí iban también las mujeres a aprender porque sabían que además de pan necesitaban rosas.

Allí entendí que la acumulación significa dolor en los cuerpos de las mujeres. Que cuando lo que sostiene la vida se rompe, son ellas, las mujeres, las que tratan de sacar la vida adelante. Es ella. Con su cuerpo recogiendo limones. Con su cuerpo participando en las asambleas. Con su cuerpo cortando la ruta y pidiendo a las personas que conducen los coches unas monedas para comprar ollas para el comedor popular. Con su cuerpo frente a la policía con sus palos y sus gases. Con su cuerpo tomando la mano de la compañera que cree que ya no puede más. Con su cuerpo tratando de escudriñar lo que significan las palabras del cuadernillo de formación que elaboraron en la escuelita. Con su cuerpo tratando de desenredar con calma el imposible pelo de sus hijas. Con su cuerpo amasando para hacer pan. Con su cuerpo frente a su marido diciendo “Te largás de acá y nunca más vuelvas a pisar esta casa”.

Después, recordé que se llama Mecha. Me dio miedo olvidarla. Olvidar lo que me enseñó de los limones, de quienes acumulan, de quienes están desposeídas de todo demás. Me dio miedo olvidarla. Mecha me enseñó a sacar el impulso para asumir la responsabilidad de mis privilegios, me enseñó a usarlos para tratar de cambiar el mundo y conseguir que el reparto de limones se haga de una manera diferente.

No sé si le gusta recogerse el pelo para que el viento le revuelva la nuca. No sé si las noches de insomnio imagina que se sube a un tren que la lleve lejos, a conocer el mar. No sé si le gustan las cosquillas en la espalda.

Me acordaba también de verla bailando cumbia villera, borracha y muerta de risa. Bailando cuando se juntaban para celebrar cosas pequeñas e importantes. Me acordaba de ella riendo con sus hijas y mostrando, sin reparo, los pocos dientes que le quedaban mientras soltaba una carcajada tras otra. Me acordaba de su risa colándose por las ranuras de las paredes desgastadas de las casas del barrio, en continua construcción, en continua reparación. Me acordaba de su risa.

Ver en línea : CTXT, 15 de octubre de 2022.


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