Mariela

María González Reyes

Domingo 19 de junio de 2022

Recibo un mensaje de Mabel:

“Amiga, tengo que darte una noticia muy triste”.

En el barrio las noticias tristes son habituales

y las muy tristes solo significan una cosa.

“Murió Mariela. Mariela Bustos. Esta mañana, temprano, en su casa. Tenía cáncer de ovarios”.

Mariela.

El barrio.

Los perros siempre flacos.

Su casa.

Techo de chapa suelo de tierra. Las paredes construidas con tablas recogidas de cualquier lado.

Cinco hijas. Dos hijos.

Se llega por un camino de tierra rodeado de basura.

Es la casa más alejada del centro comunitario que ellas mismas construyeron.

El lugar donde se hace el comedor popular y el merendero para las niñas y niños.

El lugar de las asambleas de mujeres que siempre ríen sin importarles mostrar que, a casi todas, les falta algún diente.

El lugar de la escuelita popular para las mujeres del barrio.

 

Sé que dentro de esas casas donde la urgencia escuece todo el rato suceden cosas hermosas.

Las vi mil veces cuando participaba en el centro comunitario.

La ayuda mutua entre el vecindario los días de lluvia para salvar todo lo posible del agua que encuentra siempre huecos por los que colarse.

Las palabras de apoyo como forma de resistir a la soledad del hambre.

Los cuidados a las hijas de las otras.

Aprovechar cualquier pretexto para la risa.

Pero en su casa no.

En su casa no vi cosas hermosas.

Recuerdo a sus hijas refugiándose en el centro comunitario de los golpes de su padre.

La recuerdo a ella yendo allí para esconderse también.

Aunque ninguna nunca decía nada.

Porque recibir golpes a veces da vergüenza.

Aunque en realidad todo el mundo sabía.

Y por eso las compañeras del centro comunitario las acariciaban siempre suave, por si acaso había moratones debajo.

Mariela era muy fuerte. De brazos. De cabeza y de todo lo demás.

Podía ella sola con una olla cargada de fideos de los que se repartían en el comedor comunitario a las niñas y los niños.

En las marchas que se organizaban desde el barrio hasta el centro de la ciudad para exigir “Pan y trabajo y dignidad” siempre se ponía delante de la policía.

“Yo tengo entreno en golpes” decía a las compañeras “dejenmé a mí delante”.

Amasaba para hacer pan para el merendero convencida de la importancia de esa tarea.

Y miraba siempre las manos de las pequeñas cuando iban con cara de hambre a recoger su comida. Si no estaban limpias, les llevaba a lavárselas antes de darles el pedazo de pan con el mate cocido. “¿Vos sabés mamita que con las manos limpias el pan sabe más rico?”

Sus ojos no fueron nunca solo tristeza.

 

La primera vez que le vi a él me fijé en sus manos.

Jamás había visto unas manos tan grandes.

Después supe que no solo las usaba para golpear.

También las utilizaba para agarrar a sus hijas mientras las violaba.

A todas.

A sus hijas.

Marielita, la cuarta, se quedó embarazada a los catorce.

Nadie sabía quién era el padre.

O lo sabían todos. Pero nadie dijo nada.

 

Conocí a Mariela en la escuelita del centro comunitario.

Quería acabar la primaria y se apuntó a las clases.

Le gustaba tener su cuaderno bien prolijo, sin ningún tachón, perfecto.

Si algo no le salía bien lo repetía.

Le gustaba preparar el mate con mucha azúcar, como se toma en el barrio.

Y disfrutaba aprendiendo. Mucho. Porque era el lugar desde el que imaginarse diferente.

“Mirá que si no armamos esta escuelita en el centro comunitario me muero sin saber que no fue diosito quien nos creó a las mujeres a partir de la costilla de Adán”.

Ni en una sola de todas las tardes que compartí clase con ella se olvidó de soltar, al menos, una carcajada.

Me enseñó que la dignidad a menudo se encuentra en las cosas pequeñas. En la forma de amasar para hacer pan. En un cuaderno sin tachones. En proteger a tus compañeras de los golpes de la policía con tu propio cuerpo. En abrirle a codazos lugar a la risa.

Y estoy segura de que nunca se lo agradecí lo suficiente.

 

Le pregunto a Mabel si le pusieron calmantes, porque me imagino el dolor de la enfermedad.

Y Mabel me dice, con un reproche necesario “¿es que a vos ya se te olvidó cómo nos morimos acá en el barrio?” Y luego en un audio me cuenta: “No te preocupés, ya sabés lo fuerte que es, aguantó bien la negra, sin quejarse, aunque ella ya sabía que se moría, nos dijo que quería que le metiéramos en el cajón un pedazo de masa para el pan, por si se aburría allá arriba o le daba hambre. Y no sabíamos si llorar o reír cuando nos lo dijo, con todas alrededor de la cama, la negra siempre nos hacía reír”. Un silencio. “Hicimos una vaquita entre las compañeras para pagarle un cajón para enterrarla y lo vamos a cargar nosotras hasta el cementerio, al mal nacido de su marido no vamos a dejar que lo toque. Cada una le vamos a meter un puñado de masa para el pan. La vamos a preparar juntas, en un ratito, en el centro comunitario”.

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