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De Ginebra a Glasgow, sin novedad en las cumbres que deberían cambiarlo todo

Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro (El Salto, 30 de octubre de 2021)

Martes 2 de noviembre de 2021

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Llega el otoño y con él las grandes cumbres internacionales. Llamamientos de los Estados centrales a la acción que no se traducen en acciones. Declaraciones de las asociaciones empresariales a favor de un cambio de rumbo que refuerzan el business as usual. Participación de la sociedad civil en unas negociaciones que formalizan las relaciones de poder asimétricas. Obstáculos burocrático-jurídicos que dilatan las resoluciones hasta eternizarlas. Acuerdos vinculantes que no incluyen órganos ni sanciones ni comprometen a casi nada. Una cumbre decisiva detrás de otra para, año tras año, ver cómo se aleja la posibilidad de instaurar reglas efectivas para controlar a los grandes poderes económico-financieros. Si es la última semana de octubre, bienvenidos a Ginebra. Si estamos en los primeros días de noviembre, nos vemos en Glasgow.

Durante esta semana, en la sede de la ONU en Suiza, ha tenido lugar la séptima reunión del grupo de trabajo intergubernamental sobre empresas transnacionales y derechos humanos. En las dos próximas, se celebra en la mayor ciudad de Escocia la vigesimosexta edición de la conferencia de Naciones Unidas sobre cambio climático (COP26). En el primer encuentro, ciertamente alejado del foco mediático y cada vez más adelgazado de contenido, sigue su curso el proceso para elaborar un instrumento internacional jurídicamente vinculante que (no) obligue a las empresas a respetar los derechos humanos. En el segundo, con todo el aparataje mediático-institucional encima, se debaten las medidas a (no) tomar para responder a la emergencia climática. Ginebra está conectada con Glasgow de la misma forma que se conectan los derechos humanos y la biodiversidad, la sociedad y la naturaleza, la acumulación de capital y la trama de la vida.

La profundización de las desigualdades sociales, la agudización de los conflictos ecológicos y las violaciones de los derechos humanos, más allá de presentarse como consecuencias de las “malas prácticas” político-empresariales, se localizan en el núcleo de los mecanismos de extracción de riqueza por parte de las grandes corporaciones. De ahí que una normativa mundial que obligara a las trasnacionales a responder por sus abusos sobre los derechos humanos iría ligada, ineludiblemente, a la remisión de sus impactos socioecológicos. Pero Ginebra y Glasgow, como antes Copenhague y París, se relacionan efectivamente en el sentido inverso: mientras se continúa con el blindaje de los “derechos” de las grandes empresas y fondos de inversión, ¿dónde quedan sus obligaciones socioambientales?

En los últimos años, las cumbres de Naciones Unidas sobre cambio climático han sido el espejo en el que se han mirado las cumbres sobre empresas y derechos humanos. Con la firma del “histórico” acuerdo de París, en 2015 se dio carpetazo a dos décadas de “responsabilidad social” y pactos voluntarios para inaugurar la era de los compromisos vinculantes... vaciados de contenido. Y el proceso de elaboración de un tratado sobre las multinacionales en la ONU, que podría contribuir a llenar el hueco flagrante que existe en el derecho internacional en relación con las obligaciones extraterritoriales de las grandes compañías, va por el mismo camino.

Minuto y resultado en Ginebra

El seguimiento de las negociaciones entre los países para acordar el texto del instrumento internacional jurídicamente vinculante sobre empresas y derechos humanos se ha vuelto cada vez más desesperante. El proceso empezó con brío en 2014, con el liderazgo de Ecuador y una correlación de fuerzas social y política bien diferente a la actual, y a pesar de la oposición de Estados Unidos y la Unión Europea, el Consejo de Derechos Humanos aprobó una importante resolución para el control de las transnacionales. Durante los tres años siguientes se fueron recogiendo testimonios, propuestas y argumentaciones, con las intervenciones de los países pero también de las organizaciones sociales y defensoras de los derechos humanos, con el fin de dotar de contenido al futuro tratado. En 2018 se presentó el borrador inicial del texto, que se fue suavizando progresivamente en las siguientes versiones hasta llegar a la cita actual, donde ya se ha pasado a la negociación del articulado final entre los Estados. Cada año que pasa el proceso se vuelve más complicado y no deja de encallar en cuestiones técnico-procedimentales, convirtiéndose en la práctica en un asunto reservado para especialistas.

La gran novedad, esta vez, ha sido la entrada por la puerta grande de Estados Unidos. El gobierno estadounidense, que siempre se ha opuesto a un tratado internacional para controlar a las transnacionales, ha decidido ahora participar en el proceso. Y lo ha hecho para tratar de reventarlo: ni Obama ni Trump —bajo sus presidencias, EE UU se puso de perfil en Ginebra—, ha sido la administración Biden la que ha maniobrado para promover un procedimiento alternativo que haga descarrilar definitivamente la posibilidad de establecer reglas efectivas para las grandes corporaciones. Manifestando su inquietud por el rumbo del proceso, la representante de EE UU en la ONU ha lamentado que “no se hubieran tenido en cuenta las opiniones discrepantes en todo este tiempo”. Y como “una forma de avanzar hacia adelante basada en el consenso”, adelantó que “no vamos a negociar el texto renglón por renglón porque nos oponemos a todo el enfoque, haremos aportaciones generales y pediremos un acuerdo alternativo”.

En esta coyuntura la Unión Europea, que también votó en contra del tratado en 2014 pero luego sí fue interviniendo en el proceso —primero para tratar de bloquearlo y después para descafeinarlo—, reaparece como el poli bueno de la “globalización responsable”. No en vano, la Comisión Europea está ultimando la publicación de una directiva sobre diligencia debida de las empresas en relación con los derechos humanos y el medio ambiente, una norma que otorga carta de naturaleza a la unilateralidad empresarial. Y es que la directiva europea sobre diligencia debida no se vincula con el cumplimiento del derecho internacional de los derechos humanos, sino que se fundamenta en la elaboración, revisión y actualización de los planes de riesgos elaborados por las propias corporaciones. Con esta normativa, cuyo contenido respecto a la resolución del Parlamento Europeo aprobada el pasado marzo está siendo rebajado por la presión de las asociaciones empresariales, solo podrá exigirse jurídicamente a las compañías que cumplan con sus propios procedimientos. En lugar de aumentar las inspecciones y controles públicos, continúa la lógica de las auditorías privadas.

La posición del gobierno estadounidense desplaza el marco del debate hacia la derecha y hace aparecer la diligencia debida, abanderada por la UE, como un comodín que opera como “mal menor”. Varios países, de hecho, han intervenido a lo largo de esta semana para oponerse a la propuesta estadounidense y ensalzar la iniciativa europea. Por un lado, Estados Unidos tapona el tratado en aras del consenso; por otro, la Unión Europea presiona en favor de la diligencia debida y apuesta por un tratado light. A Microsoft, Unilever y Nestlé también les parece oportuno que se impulse esta regulación basada en la diligencia debida. No es extraño, porque con este concepto basado en el soft law se consigue atrancar la vía del tratado y, a la vez, se tiñen las futuras propuestas normativas nacionales e internacionales de la línea pro-business. La directiva europea, que contó con el apoyo de la mayoría de europarlamentarios y ONG en su primera versión y aún está por ver quiénes la apoyarán en su texto definitivo, marca tendencia.

El proceso que estamos viviendo recuerda mucho al de las décadas pasadas. Cómo se fueron enterrando, una y otra vez, las diferentes posibilidades que hubo de avanzar en normas sobre las responsabilidades de las empresas transnacionales en la esfera de los derechos humanos. Cómo estas fueron sustituidas por los códigos de conducta, los acuerdos voluntarios, la filantropía y la “responsabilidad social”, con una mezcla de argumentos técnicos y políticos y la complicidad de algunas ONG. Y sin obviar el apoyo de los Estados centrales, que han tenido una función esencial a la hora de reforzar la arquitectura jurídica global que protege los negocios de la clase político-empresarial, conformando una gran alianza público-privada liderada por el Estado-empresa.

Involución normativa en la ONU

Hace casi cincuenta años de la creación en Naciones Unidas de la Comisión y el Centro de Empresas Transnacionales, que nacieron para sentar las bases de un código ad hoc que regulara de forma vinculante las actividades de las multinacionales. Eran los tiempos en que todo el mundo hablaba del “nuevo orden mundial”, con un sentido muy distinto al que le dan los fans de la conspiranoia: la Asamblea General de la ONU aprobó en 1974 la Declaración sobre el establecimiento de un nuevo orden económico internacional, que establecía como uno de sus principios fundamentales “la reglamentación y supervisión de las actividades de las empresas transnacionales mediante la adopción de medidas en beneficio de la economía nacional de los países donde esas empresas realizan sus actividades, sobre la base de la plena soberanía de esos países”.

La presión de las transnacionales para evitar que Naciones Unidas aprobara un código de regulación externo reenvió el debate tanto a la OCDE, que publicó en 1976 sus Líneas directrices para empresas multinacionales, como a la OIT, que lanzó en 1977 la Declaración tripartita de principios sobre las empresas multinacionales y la política social; ambas, enmarcadas en la filosofía de la voluntariedad. Como en la Asamblea General de la ONU las tesis favorables a la obligatoriedad eran mayoría, el debate sobre la posibilidad de instaurar normas vinculantes para las transnacionales fue redirigido a otras instituciones internacionales para, acto seguido, ser desactivado.

Con el auge de los gobiernos y las políticas neoliberales, en las décadas de los ochenta y noventa, mientras iba tomando cada vez más entidad la presión social frente a las violaciones de derechos humanos cometidas por las grandes marcas comerciales, la ONU pasó a asumir una lógica no intervencionista en las relaciones económicas y políticas. Y los códigos de conducta, máxima expresión de la autorregulación empresarial, emergieron como el futuro (pseudo)normativo de esta institución. En eso tuvieron mucho que ver las empresas transnacionales, que desde entonces “comenzaron a prestar mucha atención a Naciones Unidas y al cada vez mayor número de conferencias internacionales que muchas de sus agencias venían organizando sobre temas clave, como los alimentos y el hambre, la ciencia y la tecnología, el agua, el hábitat, el trabajo y otros”, como recuerda Susan George. Así fueron colonizando el discurso y la práctica de los organismos multilaterales. Hoy, las empresas más contaminantes del planeta patrocinan las cumbres sobre cambio climático.

A mitad de los noventa se suprimieron los órganos que habían sido creados dos décadas antes con el propósito de controlar a las multinacionales. En realidad fueron convertidos en otras instancias, perdiendo por completo su sentido inicial: de servir como instrumentos para la vigilancia y el seguimiento de las actividades de las grandes corporaciones pasaron, por decisión de la propia ONU —a la presión de los lobbies se le sumó el cambio en la correlación de fuerzas a nivel internacional, con el debilitamiento del movimiento de países no alineados y el declive de la Unión Soviética—, a ocuparse de la “contribución de las transnacionales al crecimiento y al desarrollo”. Y el proyecto para aprobar un código vinculante a nivel internacional fue fulminado.

Esta involución de Naciones Unidas fue culminada por quien fuera su secretario general durante diez años, entre 1997 y 2006. Kofi Annan tomó partido por las transnacionales desde el principio de su mandato: “La capacidad empresarial y la privatización como medios de promover el crecimiento económico y el desarrollo sostenible”, se titulaba el informe que presentó 1998 a la Asamblea General. Con todos estos elementos, sumados a la fragilidad normativa de los derechos humanos y al contexto de fuerte crisis económica de las distintas agencias y órganos de la ONU, se inició la etapa de consolidación del poder corporativo en las instancias internacionales y organismos multilaterales que llega hasta nuestros días. La lógica de re-regulación neoliberal —desregular los derechos sociales, laborales y ambientales a la vez que se blindan los “derechos” y contratos de las grandes empresas— se formalizó en la constitución del Global Compact: “Poner restricciones a las inversiones y al comercio no son medidas adecuadas”, concluyó Annan al lanzar esta iniciativa en Davos en 1999.

El Global Compact (Pacto Mundial) se presentó el año siguiente en la sede de la ONU en Nueva York, con la participación de 44 transnacionales entre las que estaban BP, Nike, Shell y Novartis. También estuvieron algunas grandes organizaciones no gubernamentales y sindicales, que justificaron su presencia al considerarlo como un “primer paso” hacia la regulación de las prácticas empresariales. Pero el caso es que, desde entonces hasta la actualidad, ni esta ni ninguna otra iniciativa de carácter voluntario han servido para neutralizar, ni tan siquiera en parte, la fortaleza de la lex mercatoria. En realidad, tampoco lo pretendían: su objetivo central era contribuir a la paralización de cualquier normativa internacional vinculante, convirtiéndose en la única “alternativa” válida en un mundo sometido a las tesis neoliberales y al poder corporativo.

En 2005, el secretario general de Naciones Unidas nombró como representante especial para estudiar la cuestión de las empresas transnacionales a John Ruggie, que antes había sido su asesor en el Global Compact. El mandato del representante especial concluyó en 2011 con la publicación del informe en el que abogaba por poner en práctica el marco “proteger, respetar y remediar”. Estos Principios rectores sobre empresas y derechos humanos promovidos por Ruggie —que, tras dejar su cargo en la ONU, pasó a ejercer como consultor para la minera Barrick Gold— fueron aprobados ese mismo año por el Consejo de Derechos Humanos; el informe final de la secretaría general, publicado en 2012, asumía que de ellos “no se deriva ninguna nueva obligación jurídica”.

El legado de Ruggie, fallecido hace unas semanas cuando se cumplen diez años de sus Principios Rectores, ha sido reivindicado por la Unión Europea estos días en Ginebra. Su principal herencia conceptual es la diligencia debida, una noción que tiene en las prácticas unilaterales el único referente para las obligaciones de las empresas transnacionales. Esta idea genérica de “respetar los derechos humanos”, sin tener en cuenta las cuestiones relativas a la responsabilidad legal y el cumplimiento de las regulaciones internacionales por parte de las grandes empresas en tanto que personas jurídicas, se articula en base a toda una sofisticación jurídica que devalúa la verdadera dimensión de lo que debería ser el respeto de los derechos humanos. Que es básicamente a donde se está redirigiendo el texto del futuro tratado, si es que este finalmente echa a andar.

Consenso vs. confrontación

La alta comisionada de Naciones Unidas para los derechos humanos, Michelle Bachelet, inauguró la semana en Ginebra afirmando que existe un “creciente consenso sobre la necesidad de una normativa vinculante sobre empresas y derechos humanos”. Pero eso, recordando cómo en la Cumbre del Clima de 2015 se celebró por todo lo alto un acuerdo vinculante que apenas comprometía a los países a presentar planes nacionales a cinco años vista y no establecía compromisos concretos de reducción de emisiones ni formalizaba un calendario para hacerlo efectivo, tampoco quiere decir ya demasiado. Si por vinculante no se entiende la asunción de un compromiso real para invertir la pirámide normativa que privilegia los negocios empresariales por encima de los derechos humanos, solo será otro acuerdo “histórico” a mayor gloria del marketing político. En estas condiciones, mejor un no-acuerdo que un mal acuerdo.

La exigencia de consenso, al mismo tiempo, no es sino una forma de impedir cualquier posible regulación en favor de las mayorías sociales. Estados Unidos se agarra al consenso para liquidar el tratado; la Unión Europea utiliza la misma idea para impulsar una suerte de Principios Rectores plus. De la misma manera que la CEOE pide consenso a la hora de modificar la legislación laboral cuando para aprobarla no se tuvo en cuenta la opinión de los sindicatos, EE UU exige consenso en la regulación internacional sobre transnacionales cuando se ha dedicado sistemáticamente a bloquearla. Solamente en aquellos momentos históricos en que ha habido una alianza entre Estados periféricos, como ocurrió en los años setenta o en 2014 con el grupo de países liderado por Ecuador —que con su deriva neoliberal, en estos momentos, ha pasado de impulsar el proceso a obstaculizarlo—, ha sido posible romper este bloqueo en las instituciones internacionales.

Las relaciones asimétricas de poder son muy contradictorias con las prácticas de consenso. En un contexto en que el capitalismo acentúa su ofensiva sobre todo lo que sea susceptible de ser privatizado y mercantilizado, toda vez que el sistema de Naciones Unidas ha sido capturado por el poder corporativo, ¿es el consenso un valor? El consenso sustentado sobre los intereses de los países ricos y las grandes compañías se llama imposición. Y la posibilidad de avanzar en un tratado internacional para el control de las empresas transnacionales, mientras no se dé la acumulación de fuerzas suficiente para obligarles a ello, no entra en el consenso de los poderosos.

No es aventurado decir que, presumiblemente, el proceso del tratado internacional o el de la directiva europea —tampoco parece que en Glasgow vaya a cambiar gran cosa— van a ser resueltos en favor del capital transnacional. Frente a ello, toca seguir denunciando los impactos de las grandes empresas sobre las comunidades y territorios, continuar defendiendo las propuestas presentadas por cientos de organizaciones sociales durante todos estos años y demandar instrumentos jurídicos internacionales que trasciendan al Estado-nación. Lo dijo Tchenna Masso, de la Vía Campesina y la Campaña Global para Desmantelar el Poder Corporativo, en la sesión de apertura de la reunión de Ginebra: “Permítanme recordarles el problema básico que nos reúne aquí. En el centro de la cuestión está el hecho de que, aunque las violaciones de los derechos humanos cometidas por las empresas transnacionales a través de sus cadenas son evidentes, los Estados suelen ser incapaces de castigar a los culpables o de reparar a las víctimas”. Y así es: sigue siendo imprescindible que se instauren normas internacionales de carácter vinculante para plantear fuertes exigencias al gran capital más allá de dónde sitúe su domicilio fiscal.

No obstante, la disputa de los espacios internacionales también puede tejerse a través del fortalecimiento de las redes contrahegemónicas, huelgas globales o acciones transnacionales. Y con propuestas organizativas como un centro internacional de carácter popular sobre empresas y derechos humanos. Al mismo tiempo, aquí y ahora, si existen algunas posibilidades de impulsar nuevos marcos regulatorios para el control efectivo de las empresas transnacionales, desde el terreno de lo institucional, pasan por incidir en las instancias locales y nacionales. Lejos del consenso mainstream, apostando por la radicalidad y la confrontación democrática.

El Centro catalán sobre empresas y derechos humanos, respaldado por numerosas organizaciones sociales y cuya puesta en marcha se está tramitando actualmente en el Parlament de Catalunya, o el Centro vasco sobre empresas transnacionales, presentado recientemente con una fuerte componente sindical, aparecen como dos referentes fundamentales en el ámbito estatal a la hora de coordinar esfuerzos en la lucha contra el poder corporativo. Y pueden servir de ejemplo, en el caso del Estado español, para que pueda avanzarse en la elaboración de un marco normativo que establezca obligaciones concretas, genere mecanismos efectivos para la evaluación y prevea sanciones, con el objetivo de garantizar el respeto de los derechos humanos que puedan verse afectados por las actividades empresariales transnacionales. Más allá del recorrido parlamentario que puedan tener estas iniciativas, que aún está por definirse, lo importante es que representan la voluntad política de construir alianzas en una lógica público-social, que otorgue peso específico y capacidad de decisión a la ciudadanía organizada ante la ofensiva capitalista sobre nuestras vidas.

 


Juan Hernández Zubizarreta (@JuanHZubiza) y Pedro Ramiro (@pramiro_) son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) - Paz con Dignidad.

Ver en línea : El Salto, 30 de octubre de 2021.


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