Josefina

María González Reyes

Domingo 22 de agosto de 2021

En el pueblo, las mañanas suenan a cencerros movidos por las cabezas de las ovejas al ritmo de sus patas en busca de hierba y a jilgueros escondidos en los árboles y a gente pisando las calles sin correr. Por eso le gustaba vivir en ese lugar, por los sonidos que continuaban a pesar de que las calles hace mucho que dejaron de ser de tierra y de adoquines. Le gustaba aunque fue ahí donde, una mañana de martes, supo que no podría ser maestra. Nació en 1923 y después de la guerra comenzó una dictadura que despedazó su futuro y que casi consiguió silenciar las mañanas de su padre para siempre. Aunque pudo escapar, una parte de él ya nunca volvió a sonar. No sonó su voz para negarse a la imposición de que tenía que ir a la iglesia todos los domingos. No sonó para decirles a los falangistas que no le robasen las lentejas y los garbanzos y las castañas pilongas que se llevaban de su tienda después de decir: "Apúntalas a la cuenta de falange rojo de...". No sonó para seguir construyendo el mundo que quería en voz alta.

Y, mientras, ella miraba a su madre y aprendía formas de no rendirse.

Murió con 98 años, y fue maestra sin título de todas las niñas y niños que pasaron por la tienda de la que se hizo cargo después de la muerte de su padre.

El día que la enterraron, las vecinas trajeron comida para toda su familia. Al igual que su madre, las mujeres del pueblo sabían que cuidar es la manera de no rendirse ante las cosas tristes de la vida.

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