Abre los ojos por debajo de las sábanas. Es tarde pero él todavía está en la cocina. Respira. Profundo. Después saca los ojos afuera. Día gris. El cielo está tan bajo que parece querer aplastar la ciudad. Ventana entreabierta, brisa leve.

Al levantarse se le quedó el “Buenos días” sin pronunciar, pegado dentro. Y él se fue cerrando despacio la puerta.

Siente náuseas. Unas nauseas que vienen de muy lejos. De esas frases que escuchó desde pequeña: “las mujeres estamos hechas para aguantar”, “estar sola es lo peor que le puede pasar a una mujer”, “ningún hombre lo tiene todo, confórmate con el que tienes”, “nosotras somos diferentes, no esperes que él entienda cómo te sientes”… Unas náuseas que vienen de muy lejos. Que no le dejan respirar.

Después sale a la calle. Camina sin ir a ninguna parte. Y grita. Sin importarle que piensen que está loca. Grita como un vómito.

Después de un rato se da cuenta que hay más gritos de otras mujeres en otras partes de la ciudad.

No estoy sola. Piensa. No estoy sola.