Una Constitución económica global hecha a medida de las transnacionales
Pedro Ramiro y Erika González (Dossieres EsF, nº 34, verano de 2019)
Miércoles 3 de julio de 2019
El Tribunal Permanente de Inversiones emitía en 2018 su decisión ante la demanda que interpuso la petrolera Chevron a Ecuador. Este panel de arbitraje internacional dispuso que los tribunales ecuatorianos [1] debían anular la multa que habían puesto a la corporación estadounidense. Se trataba de una sanción de 9.500 millones de dólares para reparar la destrucción ecológica que la compañía cometió en la Amazonía, así como el impacto sobre la salud y la vida de 30.000 personas de pueblos indígenas y campesinos. Tras más de 25 años de batalla legal sostenida por las comunidades afectadas, tras el reconocimiento del daño en el sistema judicial ecuatoriano, un tribunal privado invalidaba todo el proceso aludiendo a un acuerdo de inversiones bilateral entre Estados Unidos y Ecuador. Y no solo eso, también exigía que Ecuador pagase a Chevron una indemnización por el daño que le había causado el proceso judicial. El victimario convertido en víctima.
En 2016, Electricaribe dejó de ser la filial colombiana de Gas Natural Fenosa —ahora Naturgy—. El gobierno de Colombia, que ha cumplido de forma estricta los mandatos neoliberales, tomó la decisión de intervenir y liquidar una compañía con inversión extranjera. Las cuentas de Electricaribe eran críticas y estaba a punto de generar un “apagón” en la costa caribeña afectando a millones de personas. Después de dos décadas de movilizaciones sociales para denunciar la mala calidad, los fallos en la prestación del servicio eléctrico, las electrocuciones, las subvenciones millonarias del Estado y las irregularidades en el destino de esas subvenciones, se llegaba a una situación sin salida. La empresa, por su parte, interpuso el año pasado una demanda a Colombia en el arbitraje de la Comisión de las Naciones Unidas para el Derecho Mercantil (Uncitral) para demandar más de 1.500 millones de dólares a este país en concepto de deudas no pagadas.
Chevron en Ecuador y Naturgy en Colombia representan ejemplos paradigmáticos de la arquitectura jurídica de la impunidad que han ido construyendo las empresas transnacionales —y los Estados que las apoyan— en las últimas décadas. Son dos de las 942 demandas que han hecho las grandes compañías en tribunales de arbitraje internacional, una pieza clave de la lex mercatoria. Un Derecho Corporativo Global con el que las empresas transnacionales protegen sus negocios a través de miles de normas contenidas en contratos de explotación y comercialización, tratados comerciales bilaterales y regionales, acuerdos de protección de inversiones, políticas de ajuste, préstamos condicionados y tribunales de arbitraje. Se trata de un Derecho duro, coercitivo y sancionador que tutela los intereses de las empresas transnacionales por encima de los derechos humanos y la propia democracia.
Mientras, sus obligaciones en relación a los derechos humanos se reenvían a las legislaciones nacionales, previamente sometidas a la ortodoxia neoliberal, así como a un Derecho Internacional de los Derechos Humanos que es manifiestamente frágil y a una «responsabilidad social» que no es sino un Derecho blando basado en la voluntariedad, la unilateralidad y la no-exigibilidad jurídica [2]. El poder económico-financiero de las corporaciones, su carácter transnacional, su versatilidad jurídica y su capacidad de evadir leyes y regulaciones nacionales e internacionales a través de complejas estructuras, les permite escapar prácticamente de cualquier control público y ciudadano.
La construcción de la arquitectura jurídica de la impunidad
La reconfiguración de políticas y legislaciones para ser favorables a los intereses de las empresas transnacionales ha sido posible por su vinculación político-económica con los Estados centrales, así como la presión que las grandes compañías ejercen sobre las organizaciones internacionales económico-financieras. En los años de la globalización feliz y el «fin de la historia», parecía que los Estados habían perdido su capacidad de legislar; según una idea bastante extendida, habrían cedido prácticamente todo su poder a las grandes empresas. En realidad, no fue exactamente así: «La idea de la corporación autónoma es más una suerte de fábula abstracta propia de los teóricos neoliberales que un concepto vinculado a la realidad», recuerdan Tombs y Whyte [3]. Cierto es que la globalización neoliberal se ha caracterizado por la desregulación de casi cualquier aspecto que tuviera que ver con los derechos laborales, sociales y ambientales. Lo que ocurre es que, al mismo tiempo, tuvo lugar una re-regulación en favor del capital transnacional. Frente a la percepción de que los intereses de las grandes corporaciones se oponen a los de los Estados-nación, la realidad es que el proceso de expansión global de las transnacionales no habría sido posible sin el papel fundamental de los Estados centrales.
Así es como la UE pone su aparato legislativo y político a disposición del fortalecimiento de la lex mercatoria a través de los diversos tratados comerciales que está firmando en los últimos años. Hablamos de los acuerdos con Japón, Singapur, Canadá y los que está negociando con Mercosur, México y Estados Unidos. Macrotratados con los que las transnacionales europeas pretenden asegurar sus ganancias ante un futuro marcado por la continuidad de la crisis económica, tratando a la vez de blindarse frente a posibles revueltas sociales y cambios gubernamentales. Existen más de 3.000 tratados comerciales aprobados en todo el planeta en las últimas décadas. Toda una hiperinflación normativa que acaba conformando un entramado de reglas en favor del capital que resulta prácticamente imposible de descifrar. De hecho, podría afirmarse sin exagerar que está diseñado precisamente para dificultar su impugnación.
Democracia mercantilizada
Con la crisis financiera que se inició en 2008 se ha ido consolidando esa tendencia por la que los gobiernos deben acatar «normas inviolables» que impiden el control de la democracia representativa sobre las reglas del mercado. Son normas que permiten actuar sin límites a los «agentes del mercado» y garantizar la acumulación de riqueza por parte de las grandes corporaciones transnacionales. La profunda crisis económica, social y ecológica ha servido para experimentar vías que refuerzan aún más la armadura jurídica de dominación. Así es como la democracia se convierte en un mero procedimiento de designación de gobernantes cuyas decisiones quedan constreñidas por una arquitectura jurídica infranqueable al margen de la alternancia electoral.
En este marco, el Derecho ha pasado a formar parte del conjunto de mecanismos de opresión de las mayorías sociales y la mercantilización de la democracia es una de sus expresiones más preocupantes. Las normas privadas pasan a situarse en la cúspide de la pirámide normativa, convirtiéndose en una constitución económica que se impone —en la mayoría de ocasiones sin oposición de los gobiernos— a los poderes ejecutivo y legislativo, sometiendo la soberanía popular al sistema capitalista. Por su parte, el poder judicial queda vinculado a la mera interpretación de esa sacrosanta constitución económica.
Esta constitución económica, sin embargo, no se encuentra formalizada en ningún texto jurídico. Es una suma de normas, disposiciones, decisiones, pactos, tratados, resoluciones judiciales, planes, recomendaciones, rescates, deudas soberanas, indicadores riego-país, tratados comerciales y acuerdos de inversión, laudos arbitrales, etc. De la reforma del artículo 135 de la constitución española hasta la aprobación de una nueva oleada de tratados comerciales de «nueva generación» [4], se trata de un renovado marco institucional para fortalecer el mercado, la propiedad privada, la privatización y la desregulación de los derechos sociales. Que se vincula, al mismo tiempo, con acciones públicas que incorporan a la armadura jurídica de dominación la estabilidad monetaria, el control de la inflación, la austeridad fiscal, el no endeudamiento, la «independencia» de los bancos centrales, el pago de la deuda… Normas privadas constitucionalizadas que todo el mundo debe obedecer, al margen de los vaivenes de la democracia representativa. Lo más novedoso de todo esto es que se formaliza constitucionalmente la protección de los intereses de las clases dominantes y se disciplina la soberanía popular a las reglas del derecho privado.
La privatización de las normas jurídicas y la mercantilización de la democracia están provocando que los derechos humanos sean expulsados del imaginario colectivo y que se esté procediendo a una reconfiguración de la idea de quiénes son sujetos de derecho y quiénes quedan fuera de la categoría de seres humanos. Eso nos conduce a una nueva etapa en la descomposición del sistema internacional de los derechos humanos: las normas privadas desplazan a los derechos humanos, protegiendo la seguridad jurídica de las élites político-económicas frente a los intereses de la mayor parte de la población.
Situar los derechos humanos en la cúspide normativa
Históricamente, buena parte de las resistencias sociales contra el poder corporativo se han articulado en base a una lógica de regulación. Esto es, han centrado sus demandas en la figura del Estado, a quien se le suele exigir que controle a las entidades privadas cuyas actividades vayan en detrimento del interés general. Estas formas de acción colectiva se han venido concretando efectivamente, desde hace más de un siglo, en múltiples pactos internacionales y textos constitucionales. Hoy, esta perspectiva se reactualiza a través de la formulación de mecanismos de control y propuestas de redistribución que hagan frente a la lex mercatoria y sitúen los derechos de las personas y los pueblos en la cúspide de la pirámide normativa.
A pesar de que la hegemonía neoliberal casi ha logrado sepultar esa posibilidad en el imaginario colectivo bajo los argumentos de la gestión, la eficacia y la innovación que se asocian al «sector privado», la realidad es que técnicamente sigue existiendo cierto margen de maniobra para operar en el ámbito de la regulación. Los Estados se encuentran facultados para modificar las leyes y contratos con las transnacionales si estos establecen un trato que vulnera los derechos fundamentales de la mayoría de la ciudadanía. Básicamente, porque las normas imperativas sobre derechos humanos y ambientales tendrían que prevalecer sobre las leyes comerciales y de inversiones.
Hablamos de la posibilidad de impulsar una batería de medidas a la contra que, incluso en el marco del modelo socioeconómico vigente, podrían partir de una doble perspectiva: introducir mejoras y hacer que se cumpla la legislación existente y, al mismo tiempo, crear nuevas normativas para controlar las prácticas empresariales. En esta línea, pueden citarse medidas que van desde la exigencia de obligaciones extraterritoriales para las multinacionales por sus actividades en terceros países hasta la instauración de mecanismos de redistribución económica y reequilibrio territorial, pasando por la prohibición de los despidos en empresas con beneficios o la nacionalización de bancos y compañías estratégicas. O también, en términos más amplios, aumentar impuestos a las grandes empresas y rentas altas, regular las transacciones financieras, imponer un salario máximo, prohibir la mercantilización de los derechos básicos y bienes comunes, etc.
En todo caso, de cara a reforzar los marcos regulatorios el criterio del domicilio empresarial es un elemento insuficiente, porque no permite desvelar dónde se localiza la responsabilidad fundamental en la toma de decisiones. De ahí la necesidad de avanzar en regulaciones internacionales capaces de abarcar toda la complejidad de los grandes conglomerados económicos, con criterios que trasciendan las legislaciones nacionales, rompan la aparente separación entre matriz y filiales, y amparen jurídicamente el «levantamiento del velo corporativo» [5]. La cuestión de fondo es que los Estados carecen de instrumentos políticos y normativos para poder controlar de manera efectiva a las empresas transnacionales, ya que las reglas internacionales de comercio e inversión —y la fuerza con la que los países centrales las hacen cumplir— construyen una armadura jurídica muy difícil de romper solo desde el ámbito estatal.
En la coyuntura actual, cualquier intento de regulación de los mecanismos de extracción y apropiación de riqueza que protagonizan las empresas transnacionales se convierte de hecho en una medida de carácter radical, porque ataca directamente al núcleo de la generación del beneficio empresarial. No hay duda de que, en caso de verse afectadas por una legislación estatal que pudiera perjudicar sus intereses, las grandes corporaciones presionarían con todos los instrumentos que les brinda la lex mercatoria para echar atrás esas medidas. Pero el centro de esta disputa no se encuentra en la técnica jurídica, sino en la voluntad política; dicho de otro modo, en la capacidad para poder sostener las reformas con una fuerte movilización social y un amplio apoyo popular.
Dado que el Derecho oficial forma parte de la estructura hegemónica de dominación, únicamente podrá convertirse en un vehículo contrahegemónico desde su subordinación a la acción política. Acción que podría guiarse por tres claves: el fortalecimiento de un derecho internacional «desde abajo», es decir, el uso alternativo del Derecho construido por organizaciones y redes sociales, comunidades afectadas por las transnacionales y sectores críticos de la academia [6]. Limitar el enriquecimiento de las élites económicas a través de un nuevo acuerdo internacional que deje fuera de la acumulación del capital a los derechos humanos, medioambientales y laborales. Y, por último, invertir la pirámide jurídica internacional, creando un marco normativo que exprese claramente que el derecho internacional de los derechos humanos es jerárquicamente superior a las normas de comercio e inversión.
Pedro Ramiro y Erika González son investigadores del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) - Paz con Dignidad.
Ver en línea : Dossieres EsF, nº 34, verano de 2019.
Notas
[1] El proceso judicial que iniciaron las comunidades indígenas afectadas se inició en 1993 en Estados Unidos y tras más de 25 años, finalmente obtuvieron una sentencia que reconocía los daños a la Amazonía y a la vida de estos pueblos por parte del Tribunal de Sucumbíos (2011) y que fue ratificada ante las apelaciones de la compañía por la Corte Nacional de Justicia (2013) y la Corte Constitucional (2018).
[2] Para un desarrollo más amplio de estas tesis, puede consultarse: Juan Hernández Zubizarreta y Pedro Ramiro, Contra la ‘lex mercatoria’. Propuestas y alternativas para desmantelar el poder de las empresas transnacionales, Barcelona, Icaria, 2015.
[3] Steve Tombs y David Whyte, La empresa criminal. Por qué las corporaciones deben ser abolidas, Barcelona, Icaria, 2016, p. 36.
[4] Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate, Mercado o democracia. Los tratados comerciales en el capitalismo del siglo XXI, Barcelona, Icaria, 2018.
[5] La técnica jurídica del levantamiento del velo corporativo permite imputar a la matriz de la empresa transnacional los daños causados por sus filiales, contratas y proveedores. Pese a la apariencia de la pluralidad de sociedades autónomas y con diferentes nacionalidades se busca responsabilizar a quien coordina y dirige el grupo y que actúa como una unidad económica.
[6] Balakrishnan Rajagopal, El Derecho Internacional desde Abajo. El desarrollo, los movimientos sociales y la resistencia del Tercer Mundo, Bogotá, Ilsa, 2005.