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Alrededor de las brasas

María González Reyes

Domingo 2 de noviembre de 2014

Sentadas alrededor de las brasas desprendiendo calor, las mujeres contaban historias.

Aunque todas escuchaban con interés, las mejores se dejaban para el final, cuando la noche obliga a juntarse más para no dejar entrar al frío.

Y aunque siempre estaban atentas ante las palabras que narraban historias, las contara quien la contase, cuando las más viejas tomaban la palabra los ojos apenas pestañeaban, y se apretaban más los brazos de unas con las manos de las otras.

La noche que estuve allí doña Cuca comenzó a contar la historia del centro comunitario.

Primero, entre algunas mujeres del barrio, había surgido la idea de hacer un comedor popular. Cuando estaban en su casa sin nada para cocinar la angustia se les subía a la garganta, y allí, juntas, con un poco de aquí y otro de acá, algo conseguían para que comieran los chicos. Los suyos y los de otras. Y si no comían siempre había una mano, una palabra, un abrazo. Cuatro palos y un pequeño techo de chapa. Eso era todo.

También contó cómo, después, comenzaron a construir el centro comunitario para el barrio, la emoción de los primeros momentos, la convicción de que de la nada construirían algo gracias al esfuerzo colectivo, la lucha en la calle para conseguir dinero para los materiales, las cientos de manos que lo fueron levantando y la solidaridad verdadera, que es aquella que aparece en aquellos que dan antes para lo común que para sí mismos.

No fue fácil. Hubo cortes de ruta que duraban horas, días, semanas. Participaban todas. Participaban todos. Incluso las niñas y niños, porque ahí ser pequeña no es sinónimo de no contar en las actividades importantes de la comunidad. Niños y niñas que, cuando tienen que decidir algo relevante, se sientan en círculo.

No fue fácil. Enfatiza doña Cuca. Tenían que saltar por encima del miedo paralizante. El miedo que da la represión en forma de palos y gases. Y ese otro miedo, todavía más atroz, el que impide a las personas atreverse a imaginarse de otro modo. No resignadas. No tristes. No rodeadas de miseria. No golpeadas. No excluidas.

Hacen falta muchos impulsos para saltar por encima del miedo y desobedecer frente a lo establecido. Dice. El primer impulso lo da la rabia que se siente al ver cómo las injusticias se hacen visibles en los cuerpos de otros. En nuestros propios cuerpos. Otro es la ilusión por saber que se puede construir algo diferente. El tercer impulso es el que da la fiel esperanza.

Y ahí sigue el centro, grande, combativo, vivo, digno, en medio de un barrio donde todo se destroza, las personas, las calles y las vidas. Un ejemplo real de que lo poco, cuando es compartido, lejos de ser menos se convierte en más.

Y es un ejemplo, también, de cómo la ecología social se escribe con palabras próximas. Palabras que cuentan, sin utilizar grandes cifras, lo que significan los problemas socioambientales, las injusticias y las maneras de revertirlas. Es la ecología social que aparece en una foto cuyos protagonistas son dos niños que participan en un corte de carretera para exigir que sus vidas cambien. La que no habla de cantidades de CO2 emitidas a la atmósfera sino de la vida de Lima Hu, campesina que mira desesperada al cielo cada noche y cada mañana. La que explica que sobrepesca significa que Sini tuvo que irse de Senegal porque ya no había qué pescar y que años después sigue topándose cada día con la palabra frontera. La que muestra que la pobreza energética tiene lugar cuando Paola va al colegio sin apenas lavarse porque no hay agua caliente en su casa. La que cuenta que resistencia es lo que hizo a María Elena y su comunidad expulsar a la empresa minera que quería contaminar su tierra.

Hablemos también de estas pequeñas e importantes historias. Porque verlas significa, también, vernos.

Ver en línea : Ecologista, nº 81, verano de 2014.


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