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Debates sobre desarrollo y bienestar desde la economía feminista

Yolanda Jubeto Ruiz

Sábado 28 de enero de 2012

Siendo conscientes de que la economía feminista es un concepto amplio y diverso, puesto que igual que no existe un único feminismo tampoco existe una única visión de la economía, sí podemos partir de algunos elementos comunes sobre los que reflexiona y hace propuestas que resultan
muy significativos en los debates sobre desarrollo, para pasar a centrarnos en aquellos que son críticos con este sistema expoliador.

El término “bienestar” se ha elaborado a partir del expolio de los recursos naturales, de la esclavitud de los
miserables del mundo, de la devaluación de las mujeres, del uso intolerable de los niños y niñas -como productos
y mano de obra barata- y de la utilización de la fuerza bélica irracional.
(Marilyn Waring, 1994) [1]

Esta reflexión tan inspiradora de
la economista y agricultora neozelandesa
Marilyn Waring recoge
de forma escueta y clara una crítica
profunda al sistema económico capitalista
que es compartida por muchas
economistas feministas que llevan
décadas denunciando la utilización
fraudulenta de conceptos como “bienestar”,
“desarrollo”, o “progreso”.

Siendo conscientes de que la economía
feminista es un concepto amplio
y diverso, puesto que igual que
no existe un único feminismo tampoco
existe una única visión de la economía,
sí podemos partir de algunos
elementos comunes sobre los que
reflexiona y hace propuestas que resultan
muy significativos en estos debates,
para pasar a centrarnos en aquellos
que son críticos con este sistema
expoliador.

En primer lugar, la economía feminista
es consciente de que muchos
de los supuestos y metodologías que
utilizan las escuelas de pensamiento
económico más influyentes, y predominantemente
la teoría económica
hegemónica, la neoclásica, tienen un
fuerte sesgo de género, ya que han
considerado como universales e imparciales
normas masculinas burguesas
y etnocéntricas.

Esta visión androcéntrica de la
economía ha condicionado las categorías
analíticas básicas utilizadas
(desde el concepto de trabajo vinculado
exclusivamente con el empleo,
el de actividad con la participación en
el mercado, el de la unidad doméstica
con un espacio en armonía, hasta el de
bienestar y desarrollo vinculados a la
maximización de la utilidad y al crecimiento
del Producto Interior Bruto).
Por ello, la economía feminista ha realizado una revisión crítica de los
contenidos del pensamiento económico,
haciendo hincapié en la invisibilización
de muchas actividades desarrolladas
históricamente por mujeres
que han sido relegadas a la esfera de
lo “no económico”.

Asimismo, ha subrayado la discriminación
a la que deben hacer frente
las mujeres en la esfera socio-económica
(tanto en la productiva doméstica,
en la de cuidados, como en la del
trabajo mercantil), como en la esfera
política (niveles de participación en
los procesos de toma de decisiones
políticas que influyen directamente
en nuestras condiciones de vida), y ha
apostado por nuevas categorías analíticas
no androcéntricas, que contribuyan
a visualizar y valorizar las experiencias
y actividades desarrolladas a
lo largo de la historia primordialmente
por mujeres.

Este esfuerzo por superar las fronteras
impuestas sobre “lo económico” [2]
afecta directamente a las políticas
públicas, puesto que el pensamiento
dicotómico sobre lo que es objeto de
análisis de la economía y lo considerado
extra-económico impacta directamente
en lo que debe ser abordado
por la política pública y lo que se puede
“excluir” de la actuación pública.

¿Es el desarrollo un proceso
lineal universal?

La parcialidad en los análisis económicos
también es aplicable a los conceptos
de “progreso” y “desarrollo”,
puesto que durante décadas el modelo
a seguir ha tenido como patrón principal
el de acumulación de capital
practicado por el mundo occidental
en los últimos siglos. Esta pauta de
comportamiento hegemónica ha marginado
y despreciado otras propuestas
alternativas a este modelo, provenientes
tanto de pueblos autóctonos no
occidentales, como de los colectivos
subordinados o subalternos, entre los
que destacaríamos las mujeres de grupos
considerados “marginales” por
los teóricos occidentales.

Así, el modelo de desarrollo que
ha servido de base a las políticas de
desarrollo económico impulsadas por
las agencias internacionales se ha centrado en el impulso de una rápida acumulación
de capital y en la industrialización
como medio principal para
obtener el bienestar.

Este enfoque a favor de la modernización
capitalista se suponía aplicable
a todas las sociedades de una forma
lineal y consistía en una serie de
estadios que les llevaría de sociedades
agrarias “atrasadas” a sociedades industriales
“modernas” [3]. Además, esta
propuesta se combinaba con las teorías
del capital humano para abogar
por una ampliación de los sistemas
educativos que permitiera formar a un
suficiente volumen de personal que
participara en el proceso de cambio
propuesto. Se sostenía que los bene-
ficios del crecimiento y la modernización
conducirían a mejores condiciones
de trabajo, mayores salarios,
educación y bienestar.

Esta propuesta modernizadora ha
tenido una visión explícita o implícita
del papel que tenían que jugar los
hombres y las mujeres en este proceso.
Los hombres modernos eran los
equivalentes del hombre económico
que propugnaba la teoría económica
neoclásica, ya que en ambos casos el
comportamiento racional era su característica
principal, comportamiento
regido siempre por la autonomía,
el interés propio, el egoísmo, el dinamismo,
la capacidad de innovación,
la competitividad y la capacidad de
asumir riesgos.

En el caso de las mujeres, desde
un principio se presuponía que todos
los cambios hacia la modernización
las beneficiarían, tanto a las que entrarían
en el mercado laboral -dado que
los procesos de cambio tecnológico
les permitirían dedicar menos tiempo
a los trabajos domésticos (en ningún
momento, por supuesto, se planteaba
la posibilidad de compartir estos trabajos
con los hombres)-, como a las
que ejercieran exclusivamente tareas
domésticas y de cuidados.

Entre los economistas las referencias
a las implicaciones del desarrollo
para las mujeres fueron menores que
en otras disciplinas, como la sociología,
pero tal como recoge Kabeer [4],
cuando estos se posicionaban solían
considerar que las mujeres se bene-
ficiarían siempre de estos procesos.
Así, Arthur Lewis, uno de los economistas
defensores del crecimiento industrial
en el Tercer Mundo que tuvo
mayor influencia, declaraba que discutir
la conveniencia para las mujeres
del crecimiento económico era “como
discutir si las mujeres deberían tener
la oportunidad de dejar de ser bestias
de carga e incorporarse al género humano”.

Algunos mitos del sistema

Todos estos planteamientos ignoraban
que la acumulación primaria de capital
se había basado en los procesos de
colonización de la mayor parte del
mundo, que se fueron extendiendo a
partir de finales del siglo XV, y que
consistían en la usurpación de tierras
y de sus productos y de la expulsión/
marginación de sus habitantes. Esta
necesidad de acaparar recursos ha
promovido enfrentamientos y sucesivas
guerras a lo largo de los últimos
siglos (muchas de ellas silenciadas),
que han desembocado en unas sociedades
altamente militarizadas y en
unos organismos internacionales que
no han servido hasta la fecha para garantizar
la paz mundial ni la seguridad
alimentaria [5].

El mito de que todas las sociedades,
si querían progresar, debían
atravesar las mismas fases que habían
tenido lugar en el occidente capitalista
por medio de unas etapas de crecimiento
(véase nota 3), se une al mito
de que el ser humano podía controlar
totalmente la naturaleza. Así esta pasó a ser considerada un factor de producción
más (la tierra y sus componentes
pasaron a ser recursos naturales explotables),
y por lo tanto, privatizables,
comercializables y al servicio de
los intereses del capital [6]. El objetivo
último del sistema capitalista, que fue
madurando y extendiéndose por el
mundo, consistía en obtener el mayor
beneficio económico posible a corto
plazo, ignorando la sostenibilidad
del sistema a largo plazo, al no tener
en cuenta en sus cálculos los límites
del planeta ni las consecuencias que
tenían para la mayoría social las prácticas
capitalistas de explotación.

Una visión cada vez más reduccionista
de las actividades económicas,
que prioriza las mercantiles por encima
del resto, fue aislando progresivamente
la actividad económica mercantil
de la esfera política así como del
resto de las actividades básicas para la
reproducción de la vida, en las que se
sostenía. La falacia de los mercados
autorregulados, base de la economía
de mercado, solo puede funcionar “si
la sociedad se subordinara de algún
modo a sus requerimientos” [7].

Asimismo, este patrón de mercado
excluye como no económicas al conjunto
de actividades relacionadas con
la sostenibilidad de la vida que no pasan
por el mercado, justificando que
al no tener un componente mercantil
son difícilmente cuantificables y fácilmente
excluibles [8].

Del mismo modo, aunque el sistema
capitalista ha aumentado exponencialmente
las posibilidades de producción
de mercancías, promoviendo un
aumento de la capacidad de consumo
por parte de las personas con ingresos
económicos -potenciando al mismo
tiempo su endeudamiento-, ignora las
necesidades de todas aquellas personas
que habitan en el planeta que no
tienen recursos monetarios suficientes
para participar en el mercado.

Voces críticas al modelo
hegemónico de acumulación

Los modelos de desarrollo basados en
la acumulación de capital han hecho
caso omiso a las voces críticas que ha
suscitado este modelo por autores que
han definido el capitalismo norteamericano
como la sociedad del despilfarro
y como un modelo inviable [9].

Hasta la década de los años 70
del siglo XX, aunque habían aparecido
voces críticas en el Sur respecto a
estos procesos, la visión hegemónica
del Norte y de sus organismos internacionales
se había impuesto tras el
fin de la II Guerra Mundial.

Las políticas de desarrollo que se
exportaron al resto del mundo consideraban
a las economías agrarias
como “atrasadas”, y a sus pueblos y
culturas “inferiores” vinculadas a lo
“salvaje” e “irracional” [10]; discursos
que habían prevalecido incluso tras
la independencia de las zonas colonizadas.

El personal político y técnico que
dirigía las políticas de desarrollo no
tenía en cuenta las consecuencias de
esos procesos históricos, muchas veces
con altas dosis de racismo y androcentrismo,
sobre las diversas etnias
que habitaban los pueblos del Sur
(muchas de ellas ignoradas y marginadas
completamente por los poderes
dominantes en sus países) ni para las
mujeres de los diversos estratos sociales
sobre los que se querían aplicar
estas políticas de desarrollo.

En las décadas de los 50 y 60 del
siglo XX pocas veces se mencionaban
a las mujeres como protagonistas activas
del desarrollo, y cuando se hacía,
se las suponía beneficiarias potenciales
de los programas de desarrollo,
desde una posición paternalista, ya
que se subrayaba su rol maternal, ignorando
su papel como sustentadoras
y actoras activas de la organización
socio-económica en la que vivían.

Las economistas feministas, principalmente
del Sur, comenzaron a
expresar en la década de los 70 sus
valoraciones críticas ante una representación
de la modernización como
un proceso universal y lineal, cuando
en la práctica demostraba ser un una
visión parcial y androcéntrica del desarrollo
que defendía un mundo dual
que anteponía lo moderno frente a lo
tradicional, y que ignoraba y manipulaba
los roles de los diversos colectivos
sociales y especialmente los de
las mujeres.

No obstante, la aportación que tuvo
más repercusión en esa década fue la
de Ester Boserup, ya que desveló la
marginación a la que estaban siendo
sometidas las mujeres del Sur por los
diseñadores de programas de desarrollo,
al ser consideradas receptoras pasivas
de las políticas implementadas.
Durante una década el enfoque “Mujeres
en Desarrollo” (MED), fruto de
las anteriores reflexiones, influyó en
los donantes y en el movimiento internacional
de mujeres. Intentó que se
tuvieran en cuenta las necesidades y
opiniones de las mujeres en el diseño
de los programas de desarrollo para
que fueran incluidas en los procesos
de desarrollo. Su crítica principal se
basaba en las carencias de recursos
para los proyectos de desarrollo económico
destinados a las mujeres, ya
que solo se les destinaban recursos
para políticas sociales basadas en las
necesidades básicas.

Pronto fue patente que no era suficiente con incluir a las mujeres en
planes de desarrollo que no eran diseñados
desde sus propias necesidades y
que no cuestionaban el orden patriarcal
en el que se hallaban, es decir, las
relaciones de poder existentes entre
mujeres y hombres y su construcción
social. Esto impulsó en la década de
los 80 un cambio en el enfoque dominante
que pasará a ser denominado
Genero y Desarrollo (GYD), puesto
que la construcción social en la que se
basaban las relaciones entre mujeres y hombres y también entre los diversos
colectivos de mujeres tenía que ser
tenida en cuenta a la hora de diseñar
las políticas, no solo microeconómicas,
sino macroeconómicas, y ahí las
voces de las propias mujeres cada vez
se consideraban más importantes, en
algunas propuestas.

Las dificultades para aplicar este
enfoque aumentaron en una época de
ajustes estructurales y visiones neoliberales
de la economía, así como por
la falta de comprensión de la centralidad
de esta problemática. No obstante,
en esta época se impulsaron
conceptos como “transversalidad de
género” y de “empoderamiento de las
mujeres” que serán objeto de debates
y propuestas prácticas hasta la actualidad.

La transversalidad de género (gender
mainstreaming) implica un proceso
sistemático de situar los temas
relativos a la equidad entre mujeres y
hombres en el centro de los procesos
de decisión política, de las estructuras
institucionales y de la asignación de
recursos, incluyendo las propias visiones
de las mujeres respecto a los
procesos y sus prioridades en la toma
de decisiones sobre el desarrollo. Este
concepto va a conseguir una repercusión
internacional al ser incluido en
la Declaración de Beijing y de Plataforma
de Acción acordadas en la IV
Conferencia Internacional de la Mujer
de la ONU.

Asimismo, también se fue incorporando
la necesidad del “empoderamiento
de las “mujeres, idea surgida
años antes y que fue expresada con
fuerza por la plataforma de mujeres del
Sur, DAWN. Para ellas, el empoderamiento
suponía un cambio interno así
como de las relaciones de dominación
y jerarquización existentes a otras en
las que los hombres y el sistema asumieran
su nivel de responsabilidad, de
cuidados, apertura, y negación de las
jerarquías preexistentes. Además, el
empoderamiento, aunque sea un concepto
utilizado con diversas acepciones,
está muy vinculado con otro tipo
de desarrollo, un desarrollo que surge
desde las mujeres y hombres por
medio de procesos participativos que
permiten expresar, consensuar y decidir
sus proyectos de futuro en pie de
igualdad. Por ello, cuando aparece el
concepto de desarrollo humano a finales
de los 80 hay quien vincula ambas
propuestas por el potencial de cambio
que inicialmente mostraban. Hoy
en día existe un gran debate sobre el
concepto y contenidos del desarrollo
humano. No obstante, existe un gran
consenso sobre los graves problemas
que genera la discriminación secular
de las mujeres, entre los que destaca
la violencia sistemática que se ejerce
contra sus vidas en todo el mundo, y
con especial virulencia en países asiáticos
como China o India, problemática
ya denunciada por Amartya Sen
hace unas décadas en su famoso ensayo
“Faltan más de 100 millones de
mujeres”.

En este sentido, resulta muy inspirador
el pensamiento feminista que
proviene del Sur y es crítico con los
procesos y discursos impulsados por
las agencias internacionales de desarrollo,
denominado pensamiento
postcolonial por su crítica al modelo
colonial dominante. Como ejemplo
mencionar la aportación de Vandana
Shiva, pensadora e investigadora india,
doctora en Física Cuántica por la
Universidad de Ontario, que ha cuestionado
también el orden económico
imperante a partir de una crítica abierta
a los procesos impuestos por el
Banco Mundial y el Fondo Monetario
Internacional en el Sur, siendo muy
consciente de los perjuicios que están
generando una visión economicista y
de mal desarrollo.

En la actualidad consideramos
imprescindible tener en cuenta la visión
postcolonial en el análisis de los
procesos relativos al desarrollo de los
pueblos del Sur, ya que nos permiten
ser conscientes de cómo tenemos
construida nuestra mirada sobre los
mismos y sobre las relaciones entre
las mujeres y hombres que habitan en
ellos. Esta nueva lectura desvela también
la influencia cultural, en general,
y del proceso educativo, en particular
(desde los medios de comunicación
hasta los libros de texto), en nuestras
simplistas visiones de estos pueblos,
diversos y muy frecuentemente mucho
más complejos y desconocidos de
lo que pensamos, dadas las distorsiones
con las que los observamos.

Yolanda Jubeto Ruiz
Profesora agregada del Departamento de Economía
Aplicada de la Universidad del País Vasco (UPV/EHU).

- Este artículo ha sido publicado en el nº 49 de Pueblos - Revista de Información y Debate, especial diciembre 2011.


Notas

[1Marylin Waring, Si las mujeres contaran. Una nueva economía feminista, Vindicación Feminista, Madrid, 1994.Tomado
de Carmen Alborch, Libres, Santillana, 2004.

[2Marianne A. Ferber y Julie Nelson (eds.), Beyond economic man. Feminist Theory and Economics, The University of
Chicago Press, 1993.

[3Walter W. Rostow, Las etapas del crecimiento económico. Un manifiesto no comunista, Madrid, Ministerio de Trabajo
y Seguridad Social, 1993.

[4Naila Kabeer, Realidades trastocadas. Las jerarquías de género en el pensamiento del desarrollo, Ciudad de México,
Paidós, 1998.

[5En la actualidad, el acaparamiento de tierras continúa y se está intensificando especialmente en África y en América
del Sur, incluso con el apoyo del Banco Mundial (ver informes en www.grain.org).

[6Karl Polanyi, La Gran Transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo, Ciudad de México,
FCE, 2003.

[7“[...] Una economía de mercado debe comprender todos los elementos de la industria, incluidos la mano de obra, la
tierra y el dinero. Pero la mano de obra y la tierra no son otra cosa que los seres humanos mismos, de los que se
compone toda sociedad, y el ambiente natural en el que existe toda sociedad. Cuando se incluyen tales elementos
en el mecanismo de mercado, se subordina la sustancia de la sociedad misma a las leyes de mercado”, Polanyi
(nota 6, p. 122).

[8Marilyn Waring, If women counted, Londres, Macmillan, 1988; Michèle A. Pujol, Feminism and Anti-feminism in Early
Economic Thought
, Vermont, Edward Elgar, 1992.

[9John K. Galbraith, La cultura de la satisfacción, Barcelona, Ariel; y Waring (nota 8).

[10Ver Boaventura de Sousa Santos, El milenio huérfano: ensayos para una nueva cultura política, Trota/Ilsa, 2005.


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