OMAL

El conductor del autobús

María González Reyes

Domingo 7 de febrero de 2016

El conductor del autobús saca un plumero y, con un gesto casi automático, se pone a limpiar el polvo de la caja de cambios.

Lo miro y pienso en este autobús donde no suenan los cristales cuando se pone en movimiento. Aquí los vidrios están bien sujetos y permanecen mudos con el traqueteo. Es raro, pero cuando te vas de un lugar acabas echando de menos cosas que aparentemente no tenían importancia. Yo extraño, por ejemplo, pasear por la ciudad viendo la pintura desgastada de las paredes de las casas y las aceras con baches. Cuánto me he quejado de esas aceras desiguales que me hacían ir siempre atenta al suelo y ahora las echo de menos, qué tonta. También extraño cosas que sabía que echaría en falta: bajarme de un salto del colectivo para llenar mis zapatos de polvo y ponerme a caminar hasta el centro comunitario, o subir al 18 para ir al parque a reunirme con vosotras antes de las marchas, o andar en bici por las calles vacías de la noche, o entrelazar mis manos con manos que se volvieron ásperas de tanto utilizarlas. También, estaba segura, extrañaría las horas que compartimos de charlas en aquel banquito de madera astillada hasta que amanecía, y la emoción de escuchar hablar a algunas compañeras en las asambleas, y las risas que brotaban en cualquier momento en la escuelita, y el viento en la cara que nos hacía enmudecer en lo alto del puente, y cantar, y sentir que estoy aprendiendo a cambiar una esquina del mundo. Esto ya lo sabía, contaba con ello cuando me vine. Pero, es raro, cuando te vas de un lugar acabas echando de menos cosas que aparentemente no tenían importancia. Yo extraño, por ejemplo, poder ver tus labios cuando me dices “chao chinita”.

El conductor frena. “Es la última parada”, dice mirando por el espejo. Gira la cabeza. “Si quieres quedarte el recorrido es circular, no hace falta que vuelvas a picar el tiquet”.


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