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María González Reyes

Domingo 17 de mayo de 2020

No quiero contaros cómo era su día a día estos últimos años. Sería como contar cómo es un calcetín por dentro, los hilos que se quedan sueltos. Los remates. Mostrar lo que no se ve. La parte que aparece solo cuando te los quitas sin cuidado al irte a dormir. Si no os lo cuento no es porque esta última etapa de su vida fuera mala. Es que las personas que estáis aquí apenas la visteis en los últimos años y casi prefiero que os quedéis con ese recuerdo. El vuestro. No el mío. Dicen que al final ya no era ella. Yo no lo comparto. Si no fuera ella ¿quién era entonces? Tenía el mismo nombre, el mismo color de ojos, la misma cicatriz en la espalda. Que no recordara cosas no quiere decir que no fuera ella. Las personas no son solo lo que recuerdan. Y aún así habéis venido a que yo os cuente cómo fue esta última etapa. El resto ya lo conocéis. Porque fuisteis sus compañeras en los años de universidad. Sus alumnas. Sus amantes… Venís en busca de eso en lo que se convirtió cuando perdió la capacidad de recordar. En realidad solo os quiero contar una cosa: cada mañana seguía cogiendo un libro nada más levantarse. El mismo libro. Aunque le costase acordarse de qué palabras formaban las letras una detrás de otra. Uno que hablaba de la importancia de la memoria histórica, de recordar lo que había pasado. Uno que tenía una dedicatoria escrita a mano, firmada solo con la inicial N.

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