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Juicios populares frente a la ‘paz corporativa’ en Colombia

Gonzalo Fernández (El Salto, 11 de diciembre de 2019)

Jueves 12 de diciembre de 2019

El Tribunal Internacional de Opinión (TIO) y el paro nacional son hitos de un mismo proceso, en un doble sentido. Representan, por un lado, el juicio popular contra un modelo que, en el altar del mercado, sacrifica los derechos de las mayorías populares, y por otro, ambas iniciativas inciden en una lógica de resistencia y defensa de la vida sostenida sobre la unidad en la diversidad, clave fundamental en la contienda política actual.

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Esta iba a ser únicamente la crónica del Tribunal Internacional de Opinión (TIO) “Por la defensa de los bienes comunes en Antioquia”, celebrado en Medellín los días 21 y 22 de noviembre, donde tuve el honor de participar como juez junto a Javier Giraldo y María Ovidia Palechor. Una iniciativa de justicia popular que ha servido como espacio de expresión del clamor de comunidades y pueblos antioqueños frente a la conculcación sistemática de los derechos humanos y de la naturaleza que sufre no solo la región, sino el conjunto del país. Este, lejos del relato de paz y post-conflicto, atraviesa un contexto de ofensiva corporativa por el control de los territorios, de auge de la extrema derecha, de agudizada violencia estatal y paramilitar, así como de impunidad sistemática de agentes públicos y empresariales, realidades todas ellas que el TIO ha denunciado.

Lo que ocurre es que las sesiones del tribunal han coincidido con la eclosión del paro nacional, un fenómeno político que ha logrado activar una marea de movilizaciones sin precedente histórico en el país por su masividad y diversidad. Por eso, el foco de la presente crónica ha tenido necesariamente que trascender al TIO para incluir también reflexiones y sentimientos producto de tres días de paro generalizado a lo largo y ancho del país, y de más dos semanas de marchas e iniciativas de protesta que aún hoy continúan frente a un paquetazo que pretende arrasar con lo que aún queda de público en Colombia.

Paradójicamente, no se trata de una crónica doble. Es una misma crónica de desposesión y de rebeldía popular. De este modo, el hilo que une el despojo de comunidades rurales, el asesinato de activistas sociales, la privatización del sistema de pensiones y de las escasas empresas que todavía son públicas, la reducción en un 25% del salario mínimo para las y los jóvenes, la corrupción generalizada o los recortes en sanidad y educación —por poner solo unos ejemplos de las medidas de la agenda oficial en ciernes— es el mismo: una ofensiva mercantilizadora total y agresiva, una paz corporativa al servicio de las grandes empresas colombianas, multilatinas y transnacionales.

Estas, en un momento de crisis de acumulación del capital y colapso ecológico apuestan, con la aquiescencia de la comunidad internacional y en estrecha alianza con el Estado, por el asalto de los territorios antes controlados por las insurgencias mediante megaproyectos de todo tipo, por el disciplinamiento violento de las comunidades y trabajadoras y, en definitiva, por la apropiación de todo lo común.

El TIO y el paro nacional son, por tanto, hitos de un mismo proceso, en un doble sentido. Representan, por un lado, el juicio popular contra un modelo que, en el altar del mercado, sacrifica los derechos de las mayorías populares y en el que, lamentablemente, Antioquia y Colombia son punta de lanza de una dinámica también regional y global. Por otro, ambas iniciativas inciden en una lógica de resistencia y defensa de la vida sostenida sobre la unidad en la diversidad —esto es, sobre la articulación de agendas y sujetos emancipadores—, clave fundamental en la contienda política actual. Esta lógica que, aun tímidamente, fortalece los lazos entre sindicalismo, estudiantado, feminismo, pacifismo y, muy especialmente, entre lo urbano y rural, —cuestión estratégica en el país andino tras décadas de rechazo e invisibilización—, representa también un hilo de esperanza en la disputa contra el poder corporativo.

Antioquia como botón de muestra

Los TIO, frente a un derecho atravesado por la lex mercatoria y una justicia ordinaria al servicio de las élites, sirven de cauce para sistematizar y difundir las denuncias y posicionamientos legítimos de trabajadores, comunidades y pueblos, que de otro modo no serían atendidos. Recogiendo así la estela de los Tribunales Russell y del Tribunal Permanente de los Pueblos –que juzgaron desde las atrocidades cometidas en Vietnam hasta las actuaciones del Banco Mundial, el FMI o las grandes corporaciones, entre otros asuntos–, los TIO representan una fórmula de justicia popular que, sin carácter vinculante ni capacidad coercitiva, evidencian conculcaciones sistemáticas del marco internacional de los derechos humanos en territorios y ámbitos específicos.

Bajo esta premisa la Corporación Jurídica Libertad, organización de acompañamiento legal y político de activistas y defensores de derechos en Medellín, impulsó el tribunal como herramienta de denuncia de la paz corporativa antes mentada, en una tierra históricamente marcada por la violencia, el paramilitarismo, el narcotráfico y la voracidad empresarial en pos de su riqueza natural.

A lo largo de las dos sesiones de trabajo, quienes conformamos el tribunal analizamos 7 casos diferentes. Estos cubren todo el territorio de Antioquia —internándose incluso en el Chocó, como en el caso del proyecto minero El Roble, en Carmen del Atrato—, y exponen a las claras un asalto corporativo estructural que combina megaproyectos, fundamentalmente mineros e hidroeléctricos, con incumplimientos de los Acuerdos de Paz en lo referente a los programas de sustitución de cultivos de uso ilícito (PNIS).

El panorama que nos ofreció la completa documentación recibida, y muy especialmente los rigurosos y emocionados testimonios de las mujeres y hombres que habitan y resisten en las comunidades afectadas, nos permite hablar de afectaciones sistemáticas muy graves, de carácter no solo económico y ambiental, sino también político, social y cultural.

De esta manera, en primer lugar, se constata la alteración radical de los ecosistemas y formas populares de vida: desaparición de humedales, flora y fauna; anegación de tierras (casos Hidrotuango e Hidroeléctrica Santo Domingo-Oriente); contaminación de fuentes hídricas (caso La Quebradona en Jericó, caso Ituango, caso Mineros SA en Nechí y Bagre) y tierras por erradicación forzosa de la coca (caso Bajo Cauca, Anorí y Chocó), entre otros impactos. El resultado no solo ha significado un empeoramiento generalizado de la salud y de la salubridad, sino una pérdida del sustento ancestral, tanto económico como cultural, de campesinas, pescadores y barequeras. A su vez, el sostenimiento de la vía punitiva respecto la coca, abandonando así los compromisos de apoyo integral al campesinado derivados del PNIS, les re-criminaliza y empuja a replantar ante la falta de alternativa, generando así un círculo vicioso de graves consecuencias.

En segundo término, se evidencia que los megaproyectos están directamente vinculados a una violencia creciente, pese al relato oficial de la paz. La militarización de la región y la presencia de fuerzas paramilitares es un patrón que se constata en todos los casos analizados, en connivencia con las empresas que pretenden despojar a campesinas, afros e indígenas de sus territorios. Así, la presencia de grupos armados legales e ilegales está confinando a comunidades en varias subregiones del departamento, como el Bajo Cauca y el Norte de Antioquia, del mismo modo que favorece el desplazamiento forzoso de población amenazada por la violencia y la falta de alternativas. Tales prácticas, además, han estado acompañadas por acciones de la fuerza pública, que facilitan la penetración de las grandes empresas minero-energéticas.

Se pone de manifiesto, además, un repunte en el reclutamiento forzoso de menores de edad y en la violencia contra líderes y lideresas sociales. Como muestra, el asesinato el pasado 20 de noviembre de Walter Enrique Rodríguez Palacio, presidente de la Junta de Acción Comunal de la vereda San Miguel e integrante de la Asociación Campesina del Bajo Cauca, cuya esposa iba a testificar en el TIO y al que este rindió un sentido homenaje. La violencia y la criminalización del activismo social y político se convierten en norma, por tanto, como vía de disciplinamiento, desplazamiento y confinamiento de comunidades, así como de herramienta para sostener la ofensiva corporativa y la consolidación del narcotráfico.

Por último, se acrecienta el desmantelamiento democrático allí donde se asientan los megaproyectos. Se resquebraja de esta manera el derecho ciudadano a las consultas populares y el de obligación de consultas previas para las comunidades étnicas, hecho recogido no solo en el convenio 169 de la OIT sino en la propia constitución vigente en el país. La institucionalidad básica en defensa del interés general, así como los mínimos democráticos, desaparecen por completo de los territorios asaltados por el poder corporativo.

Esta es la realidad que los casos analizados constatan que se vive en los territorios rurales de Antioquia. Que no dista mucho de la que se sufre en el Chocó, Valle, Cauca, Bolívar, Cesar o Norte de Santander: despojo del territorio y de los bienes naturales, precarización de la vida de los sectores populares, democracia de bajísima intensidad, militarización y paramilitarización, criminalización de la protesta y asesinatos de activistas. La paz corporativa, en definitiva.

Ante las evidencias mostradas, la sentencia del TIO condenó al conjunto de grandes empresas involucradas (AngloGold Ashanti, Mineros, El Roble, EPM) por dar prioridad a la maximización de sus ganancias sobre los derechos colectivos de pueblos y comunidades. Condenó también al Estado colombiano y al actual gobierno por su connivencia con estas frente al interés general, por el incumplimiento de los Acuerdos de Paz, por su participación directa e indirecta en el repunte de la violencia y por su apuesta por desmantelar todo lo público y común. Finalmente, se hizo un llamado urgente a la comunidad internacional para dar seguimiento, regular y sancionar a las actuaciones de las empresas transnacionales con matriz en su territorio —fuente de los nocivos impactos señalados—, así como a acompañar un verdadero proceso de paz transformadora, que supere la fase actual de connivencia con el statu quo de la paz corporativa.

El paro nacional, fenómeno masivo y diverso

En esto llegó el paro nacional, y atravesó con fuerza el TIO. Las sesiones del primer día tuvieron que suspenderse durante seis horas para favorecer la participación en la marcha que recorrió Medellín. Los miedos iniciales de las y los testigos a involucrarse en una movilización sobre la que ya recaía el relato oficial de vandalismo y terrorismo, máxime en una ciudad tan conservadora y cuna del paramilitarismo, fueron finalmente superados. Algo activó no solo en ellos y ellas, sino también en otras muchas miles de personas a lo largo y ancho del país, la necesidad de mostrar su hartazgo con el gobierno de extrema derecha de Iván Duque. Las movilizaciones pacíficas de ese 21 de noviembre fueron un éxito absoluto, sin parangón histórico. Habría que remontarse hasta 1977 para encontrar otro paro multisectorial y general, y ninguno que haya mantenido su vigencia después de varias semanas.

Nadie esperaba la dimensión del fenómeno, aunque en la génesis del mismo se iban acumulando indignaciones: el incumplimiento evidente de los Acuerdos de Paz; las más de 486 defensoras y defensores de derechos humanos y los 159 excombatientes de las FARC asesinados desde su firma, así como los 135 indígenas asesinados en los últimos 15 meses; la persistencia de un relato reaccionario hegemónico que combina racismo, lucha contra la “ideología de género” y equiparación permanente entre protesta y terrorismo; el bombardeo por parte del ejército de un campamento de supuestas disidencias de las FARC, en el que el 2 de septiembre murieron 18 niños y jóvenes en el Caquetá, hecho que fue ocultado durante semanas a la ciudadanía, etc. En este contexto se anuncia el paquetazo, que pone la guinda al pastel del hartazgo.

La gente sale a la calle, rompe el miedo, supera el cerco mediático y da forma a múltiples y diversas formas de rebeldía (marchas, cacerolazos, cortes de vías y medios de transporte, conciertos, asambleas, etc.), fundamentalmente pacíficas, alegres, dinámicas, espontáneas, en las que tienen cabida todo tipo de mensajes y propuestas: contra la corrupción, contra los paramilitares, a favor del aborto, en pos de la paz, frente a la militarización, frente al cambio climático, en defensa de los bienes naturales, contra la violencia machista, por las pensiones, etc.

El paro se desborda, no cabe en un solo día y se sostiene en el tiempo de manera muy horizontal, bajo la coordinación básica de un Comité Nacional del Paro (CNP) y con el empuje indiscutible del estudiantado. La agenda y la composición del proceso son amplias y flexibles (se incluye el desmantelamiento del cuerpo de antidisturbios ESMAD, o la apuesta por retomar las negociaciones con el ELN), y según pasa el tiempo se logra ir acumulando más fuerzas, como en el caso de la incorporación como protagonistas de los y las indígenas en el tercer día de paro, el 4 de diciembre.

Mientras tanto el gobierno, superado por la situación, recurre a fomentar el miedo y la represión. Tras la declaratoria del toque de queda en Cali y Bogotá el 21 y 22 de noviembre, lanza una ofensiva mediática en la que trata de vincular a personas venezolanas como protagonistas de los mismos, tratando así de mantener a la gente en sus casas. No obstante el tiro le sale por la culata, ya que se comprueba el vínculo estatal con dichos asaltos, que en todo caso fueron puntuales. A su vez, el cuerpo de antidisturbios (ESMAD) reprime con dureza algunas movilizaciones con el resultado de 4 muertos, uno de ellos de especial significación: el asesinato del joven de 18 años Dilan Cruz, que protestaba pacíficamente y fue ultimado con un arma no reglamentaria.

El relato protesta-terrorismo-violencia se resquebraja, y el presidente anuncia un Gran Diálogo Nacional, en el que pretende incluir no solo a los sectores que conforman el CNP, sino también agentes empresariales. El objetivo no solo es diluir las reclamaciones en el marco de múltiples propuestas diversas e incluso antagónicas, sino también desactivar las movilizaciones. Ante la negativa de la CNP, Duque accede a una fórmula bilateral de diálogo, pero exige el fin de las actividades populares y callejeras, a lo que el CNP se niega.

Llegados a este punto, ¿hacia dónde va el paro nacional? Aunque es pronto para valorarlo, es importante tener en consideración la capacidad de este para mantener el músculo en la calle por mucho más tiempo, máxime en la cercanía del período de navidades. Mantener de este modo espacios masivos con otras fórmulas audaces de movilización, puede ser clave para forzar un diálogo real y obtener resultados. Además, no hay que desdeñar la respuesta por parte del Estado colombiano —y no solo de su gobierno— y de sus élites, de las que ya empiezan a surgir críticas a Duque por no tener la mano dura suficiente, en un contexto además muy reaccionario en el conjunto del continente y el planeta.

El escenario está abierto, todo puede suceder. No obstante, hay algunos elementos que es importante tener en cuenta para valorar en su justa medida el paro nacional hasta el momento. En primer lugar, hoy como nunca se han podido alterar sentidos comunes ampliamente instalados en Colombia. Mucha gente ha superado el miedo y ha salido a la calle de manera masiva, suponiendo un ejercicio progresivo de politización de sectores que no lo estaban, elemento clave para un horizonte de disputa en términos menos asimétricos. El carácter pacífico de las movilizaciones, así como su identidad abierta e inclusiva, han sido un elemento clave en este sentido. En segundo término, el relato que une protesta y terrorismo ha mostrado sus primeras grietas, poniendo en cuestión el poder omnímodo de los medios de comunicación y su capacidad para definir el único relato posible de los hechos. Junto a ello, el paro nacional —así como el TIO— ha dado un paso de gigante en articular la diversidad. Si las ciudades eran ciegas y reacias a lo que ocurría en los territorios, hoy lo urbano y lo rural se empiezan a mirar a la cara, se reconocen y se confieren protagonismo mutuo. Si el feminismo solía ser una agenda periférica, la marcha masiva del 25 de noviembre en Bogotá mostró que no hay emancipación sin movimiento feminista. Y si la paz solo era asunto de algunos, hoy se hace evidente que la violencia alcanza a todos y todas las colombianas, por lo que es un asunto generalizado y de primer orden.

No son momentos fáciles, ni en Colombia, ni en América Latina, ni en el mundo. La ofensiva corporativa, el neofascismo global y la violencia se nos vienen encima en un momento crítico. No obstante, quienes participaron en el TIO, las miles de personas que se movilizan con el paro nacional, pero también quienes resisten en Chile y se defienden de un golpe de Estado en Bolivia, nos muestran un camino de rebeldía y esperanza, que sí o sí pasa por romper miedos y articular luchas.

 


Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate es investigador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL) - Paz con Dignidad.

Ver en línea : El Salto, 11 de diciembre de 2019.


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