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De soledades, pies y amor

María González Reyes (Ecologista, n° 98, diciembre de 2018)

Domingo 9 de diciembre de 2018

El mundo no está bien. En serio. El mundo está peor que patas arriba. Está roto. Está desigualado. Como cosido sin compás. Está mal. En serio. Está mal. No es porque yo lo diga, es por lo que se ve. Tú también lo sabes, también lo ves. Cuando sales se ve. Cuando te quedas en casa también se ve. El mundo no está bien. Y no te hablo solo de cosas grandes o que están lejos. No te hablo solo del cambio climático o de que se extingan especies. Te hablo de otras cosas. Te hablo de mi vecina de abajo, que es mayor y vive sola. Ya no cierro la puerta con llave por la noche, me dijo la otra mañana. Y luego me contó que lo que realmente le da miedo es que nadie pueda entrar a su casa, que nadie quiera entrar. Lo que le da miedo es estar sola. Hay muchas más soledades que ladrones, me dijo. Y después de esa conversación me dio una copia de la llave de su casa. Ya ves, yo que no sé cuánto duraré en ese bloque porque el alquiler sube y sube y mi trabajo precario se mantiene precario. Soy celadora en un centro de salud, también soy historiadora y me ocupo de casi todas las tareas de la casa. Todo a la vez. Y sí, soy de las que están organizadas. Participo en una asociación que trabaja el ecologismo social. Sí, las dos cosas juntas, en realidad no pueden comprenderse de manera separada. Me gusta cuando voy. Me siento bien. Vas para lavar tu conciencia, me dijo un compañero del centro de salud el otro día. Traté de explicarle que voy porque creo en lo que hacemos ahí. Traté de explicarle que, además, las conciencias de las que vivimos con un nivel de consumo que no podría generalizarse al resto de la población del planeta no son tan fáciles de lavar. Le dije: participo ahí porque aprendo. Aunque consiguiéramos el mundo que soñamos seguiría yendo, añadí, aprender a construir organizaciones mediante la vida en común es un proceso continuo. En esa organización he aprendido lo esencial, he aprendido a mirar lo invisible. Al principio flipé un poco, la verdad, sobre todo con que hubiera tanta gente que se sabía el nombre de los pájaros. De mogollón de pájaros. Te parece que es algo poco relevante hasta que un día alguien te explica que nuestra vida depende de las vidas de los otros seres vivos con los que compartimos el planeta. Que nuestra vida depende de esas otras vidas. Y por eso hay gente que le gusta saberse sus nombres. Conocerlos, reconocerlos. Al tiempo de estar participando ahí eres perfectamente consciente de la conexión entre un gorrión y tú. Entre un saltamontes y tú. Entre un alcornoque y tú. Y alucinas de cómo has podido pasar tanto tiempo sin ser consciente de algo tan sencillo. Conectas lo que antes te parecían partes sueltas y luego ya no puedes volver a mirar de otra manera. Sabes ver los detalles. Aprendes a mirar las cosas pequeñas. A mí me pasa. Ahora miro más los detalles. A veces lo importante está en lo pequeño, en los detalles. Ahora me fijo en esas cosas, detalles como que Max coloque perfectamente alineados los bolsos que vende en la calle sobre la manta blanca que pone en el suelo. Los coloca en filas perfectas sobre la manta con cuerdas que la cruzan de esquina a esquina para, cuando viene la policía, poder salir corriendo optimizando la recogida en el menor tiempo posible. Te hablo de esos detalles, de colocar los bolsos perfectamente ordenados sobre la manta una y otra vez. Una y otra vez. Y no ceder en la importancia de los detalles. Aunque suenen pequeños ante la inmensidad del mar. De la noche. De las olas. De las que no llegan. Y, a pesar de todo, no ceder. No dar cabida a que todo dé igual. Y colocar los bolsos perfectamente alineados. Eso es lo que aprendí en esa organización que trabaja el ecologismo social. Aprendí que no todo da igual, que las cosas que hacemos quedan registradas en algún lugar. Que cuando la crisis civilizatoria se profundice no será el “yo” sino el “nosotras y nosotros” quien proporcione vías de supervivencia. Eso aprendí, que no es en vano nuestra lucha. Y aprendí también que hay que tomar partido, implicarse, participar y, a la vez, tomarse el tiempo para colocar los bolsos perfectamente alineados, sin importar cuándo llegará la policía a desalojar la calle.

Te hablo de eso, de cuidar, de los detalles, de cuidar. De saber que las vidas dependen de otras vidas. Que nuestra vida depende de otras vidas. De que las cuidemos, de que nos cuidemos. Te hablo también de amor. No lo digas, ya lo sé: suena ñoño. Amor, amor, amor. Suena ñoño. Hasta casi da vergüenza pronunciar esa palabra. Pero al final se trata de eso, eso es lo que nos moviliza, el amor.

Cuando llegué a esta ciudad me sentía sola. Al principio notaba que estaba en un lugar que no era el mío cuando me fijaba en los pies de la gente. Sí, en los pies, sé que suena raro. Me fijaba en los pies cuando esperaba a que un semáforo se pusiera en verde. No miraba la luz, miraba los otros pies parados junto a los míos y cuando volvían a caminar caminaba yo también. Tenía esa sensación constante de estar en otro lugar, de sentirme extraña. Sola. Luego ya no, luego ya compartes con otros pies la cotidianeidad de pisar los mismos lugares. Construyes esa cotidianeidad, esa vida en común. Parece una tontería, pero para mí reconocer los pies de otras personas es lo que hace que no me sienta una extraña.

La organización en la que participo es un poco eso, pies que se paran junto a los tuyos, pies a los que reconoces, pies que caminan juntos pisando amorosamente la tierra.

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