Lucía

María González Reyes

Domingo 16 de julio de 2017

El carro está en la puerta de la habitación y entorpece levemente el tránsito por el pasillo. Tiene el equipamiento completo: fregona, mopa, detergentes diferenciados para el váter, los lavabos y el suelo. Trapo para los espejos, trapo para los cristales, trapo para el baño, trapo para el polvo. Nunca lo mete dentro. Piensa que así ahorra tiempo, aunque tenga que ir y venir a por las cosas. Piensa que así se hace más corto el tránsito de una a otra de las habitaciones del hotel. Todas iguales. Colocadas en cuatro plantas. Le gusta que la puerta esté abierta.

Está contenta y llueve. La lluvia parece estar siempre acompañada de una molesta melancolía y hay que dejar claro que no es este el caso. Es cierto que un momento como el de ahora fácilmente podría desencadenar en una tristeza pasajera, pero eso no sería culpa de la lluvia. A veces se imagina siendo otra cosa, no sé, una camarera en una cafetería tranquila o incluso deja que se le vaya la pinza y se imagina trabajando de periodista o en cualquier otro oficio de los que tienen un horario digno y un salario que te permite vivir. Deja que se le vaya la pinza. Entremete la sábana blanca mientras le duelen por igual la mano izquierda y la espalda. Estudió, se esforzó mucho por pagarse la carrera y desmenuzó su cuerpo para poder hacer el máster. Consiguió mezclarse con los del escalón superior. Hasta creyó que formaba parte de ese grupo. Ahora ya sabe que no. Ahí sólo caben unos pocos. Pocos que necesitan muchas manos y espaldas para poder mantenerse arriba. Una mancha de semen en el sillón, joder, una puta mancha de semen en el sillón. La gente no folla en los sillones en sus casas, lo reservan para los hoteles de gama media donde no hay que molestarse en limpiar las huellas. Desde la noche en la que el grupo de guiris borrachos le pidió que le subiera comida a la habitación, a las cuatro de la madrugada, no soporta limpiar el semen de nadie. Se pone los guantes, quita los restos con una bayeta. La tira.

Hizo un viaje de 400 km para hacer la entrevista. Solo le preguntaron si sabía inglés. Sí. El trabajo es tuyo. Por lo menos vio el mar.

Durante un tiempo cuando le preguntaban: ¿a qué te dedicas? Decía: trabajo haciendo de todo en un hotel, pero soy periodista. Ahora ya no, directamente dice que es limpiadora o camarera o recepcionista. En realidad no miente, es todo eso a la vez. Le duelen las manos y ya no escribe. Antes llevaba siempre un cuaderno pequeño para anotar cosas. Ahora ya no. Le parece como si todo volviera siempre al mismo punto y no le gusta escribir sobre cosas tristes. Mira, la tristeza otra vez y la lluvia que sigue sin tener la culpa de nada. Es solo el cansancio, el retorno eterno al mismo punto. Avanzas una, dos, tres casillas. Vuelta a empezar. Una. Dos. Tres. Y regresa. Toma impulso, de nuevo, comienza. Una vez le pareció que llegaba a la mitad del tablero. Le explicaron que no le tocaba estar ahí. Vuelta al punto de partida. ¡Comienza de nuevo! ¡Inténtalo!, le repiten. ¡Emprende! ¡Esfuérzate!

No se es pobre por casualidad. Las casualidades no existen. Todo es un juego. Un juego construido de arriba a abajo. Amañado, sucio, azul.

Limpiar la bañera y el lavabo es la parte que menos le importa, incluso en un punto le parece agradable. Es por el agua. Las manos tocan el agua y se calman. A veces las acaricia bajo el agua. Se acaricia. Se mira. Se ve. Nadie ve a las limpiadoras. A pesar de que sin mujeres que limpian no habría hotel ni guiris borrachos a las 4 de la madrugada. No habría ejecutivos en sus oficinas porque no les gusta hacer pis en un baño que huele a orín. No habría jueces que firmaran sentencias. A los jueces les gusta colocar el papel sobre una mesa impoluta, aunque lo que firmen sea una sentencia injusta, de las que te devuelven a la casilla de salida. El agua da vida a lo que toca. Llueve. Seca la repisa del espejo para que quede todo de un limpio homogéneo.

Lucía es un nombre en pasado. No sabe por qué lo repitieron tres veces. Su madre, su abuela, ella. Es un nombre en pasado. Piensa que no va a ser madre. No habrá otra Lucía que busque los caramelos que su abuela esconde siempre por distintos lugares de la casa. Ella nunca se rinde para encontrar uno aunque los escondites habituales estén vacíos. No se rinde fácilmente Lucía.

Las 13:24. Va a buen ritmo esta mañana. Deja ligeramente abierta la ventana para que entre el olor a lluvia fresca. Cierra la puerta. Empuja el carro hasta la siguiente habitación.

Ver en línea : Más relatos aquí >>


¿Quién es usted?
Su mensaje

Para crear párrafos, deje simplemente líneas vacías.


Twitter

Vimeo >>

PNG - 5.3 KB