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Contaminación

María González Reyes

Domingo 10 de abril de 2016

Vivía en un vecindario de esos en los que las ventanas están tan juntas que puedes charlar sin problema de una a otra mientras tiendes la ropa al sol. A veces, al mirar de abajo hacia arriba parecía que las paredes iban a chocarse unas con otras. No sé cuánta gente podría vivir allí, pero seguro que mucha más de la que estaba recogida en cualquier censo oficial. Solo había silencio durante dos o tres horas en la madrugada, porque unos llegaban tarde de trabajar y otras se levantaban muy temprano y porque había muchas niñas y niños que, como es sabido, son ruidosos en general. Ella estaba acostumbrada a las ventanas juntas y a todo lo demás, llevaba allí viviendo toda su vida.

No tenía nietos porque no fue madre, pero era la abuela de muchas de las criaturas que correteaban por allí durante el día. Y era sabia, como muchas personas viejas que han vivido mirando y aprendiendo de lo que ocurría a su alrededor.

Ella fue la primera en reunir al vecindario cuando las primeras niñas y niños comenzaron a enfermar, sabía que antes de que construyeran la central eléctrica nunca había ocurrido eso. No sabía de química pero oía el ruido del funcionamiento de la maquinaria, veía el humo, sentía su olor al respirarlo y, a veces, le parecía estar masticándolo.

Hicieron falta muchos estudios para demostrar lo que ella ya sabía: el humo y la vida no son compatibles.

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