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La insoportable molestia de nuestra salud

Javier Guzmán y Ferran García

Lunes 16 de febrero de 2015

La Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (TTIP, por sus siglas en inglés), es un sueño hecho realidad. El sueño de las grandes corporaciones agroalimentarias. Para el resto de la sociedad es una pesadilla. Será necesario despertarse y que nuestra pesadilla y su sueño sean solamente eso, una mala noche.

Las corporaciones agroalimentarias llevan años pleiteando en la Organización Mundial de Comercio contra diversas normativas europeas que protegen elementos clave de nuestra seguridad alimentaria. Parece que, por fin, ha llegado la hora de solucionar sus problemas y para ello han puesto a trabajar a sus negociadores en forma de representantes gubernamentales entre Estados Unidos y la Unión Europea. El objetivo es conseguir un Acuerdo comercial entre las dos regiones que, a diferencia del resto de este tipo de tratados ya firmados en todo el mundo, no pretende “abrir” fronteras a los alimentos estadounidenses sino “abrir” los órganos reguladores agroalimentarios europeos.

Como ya han admitido funcionarios de ambas partes, el objetivo principal del TTIP no es estimular el comercio eliminando aranceles entre la UE y los EE UU, (en este momento los aranceles son tan bajos que apenas pueden reducirse ya), su principal finalidad es eliminar las barreras reguladoras que limitan los beneficios potenciales de las corporaciones transnacionales a los dos lados del Atlántico. El problema es que estas barreras son en realidad algunas de nuestras normativas más preciadas en materia de derechos sociales y medio ambiente, como los derechos laborales, las normas de seguridad alimentaria (incluidas las restricciones a los Organismos Modificados Genéticamente (OGM, por sus siglas en inglés), las regulaciones sobre el uso de substancias químicas tóxicas, las leyes de protección de la privacidad en Internet e incluso las nuevas garantías en el ámbito bancario introducidas para prevenir otra crisis financiera como la de 2008. En otras palabras, el TTIP es una especie de tratado ómnibus en el que viajan algunas de las normativas que más protegen a la ciudadanía y al medio ambiente. En lo que se refiere al ámbito agroalimentario, las normativas que se están negociando determinan cómo se producen los alimentos, cómo se etiquetan, cómo se comercializan, cómo se evalúa su seguridad o como se inspeccionan. No podría haber más en juego.

Las barreras no son los aranceles

Si analizamos los derechos arancelarios sobre el comercio agrícola bilateral entre EE UU y la UE, vemos que promediaron vemos que, de hecho, estos aranceles no han hecho otra cosa que reducirse en las últimas décadas sin necesidad alguna de un gran acuerdo comercial. Así los EE UU han pasado en 6 años de un arancel agrícola medio respecto a los productos europeos de un 9,9% al 6,6%, y en la UE se ha pasado de un 19,1% al 12,8%. Para poder entender la magnitud de ese dato, digamos que el arancel agrícola promedio en el mundo es del 60%.

Si lo que desean las grandes corporaciones agroalimentarias, a través del TTIP, es que un producto agroalimentario producido, elaborado y comercializado en EE UU pueda ser, inmediata y automáticamente, vendido en la UE y a la inversa, el problema no son esos aranceles. ¿Dónde está entonces? En las llamadas “Medidas no arancelarias”, o NTM según la jerga de la OMC. Es decir, las leyes, regulaciones o políticas de un país que afectan a ese producto agroalimentario y que son distintas de las de otro país.

Y aquí viene la madre del cordero, porque en realidad los marcos regulatorios que afectan a elementos clave de la producción, comercialización, etiquetado o inspección alimentarios, son radicalmente distintos entre EE UU y la UE. Entonces ¿Cómo van los negociadores comerciales para el gobierno de Estados Unidos y la Comisión Europea a resolver estas diferencias entre los dos sistemas de regulación?

No se preocupen, ya lo tienen claro. Para ello, dentro de las negociaciones del TTIP, existen dos elementos claves. Uno se refiere a una herramienta y otro a una estructura. La herramienta es la coherencia o armonización regulatoria. Es decir, de las dos normas, escoger la menos exigente para las corporaciones (que es, al mismo tiempo, la menos protectora para la ciudadanía). La estructura es el Consejo de Cooperación Regulatoria (RCC), y todo parece indicar que es el centro mismo de la estrategia TTIP.

Las diferencias

Existe una extensa lista de diferencias entre las normas que afectan a la salud y seguridad alimentaria entre la UE y EE UU, y aunque un artículo no dé para más, podemos destacar alguna de las más importantes.

La irradiación alimentaria es una de ellas. La irradiación es un tratamiento basado en la aplicación de radiaciones ionizantes, generalmente electrones de alta energía u ondas electromagnéticas (rayos gamma o X). No es un “simple proceso de conservación de alimentos”, como siempre se le denomina por parte de la industria alimentaria. Para hacernos una idea rápida, la dosis promedio de irradiación de alimentos (allá donde está permitida) es de 10 KGy (10.000 Grays). Para entender esta cifra podemos compararla con una radiografía (1 miliGray), una tomografía (0,01/0,03 Grays), o que basta con exponer la piel a una irradiación de 10 Grays para perder permanentemente el pelo. O que hacer que lleguen 8 Grays a los ovarios de una mujer para provocarle infertilidad. En radioterapia, la dosis máxima que se utiliza es de 80 Grays. Este tratamiento está permitido en EE UU para casi todos los alimentos. La UE solamente lo autoriza para las hierbas aromáticas secas, especias y condimentos vegetales (si bien es cierto que deja libertad a cada estado miembro para incorporar nuevos alimentos a la lista).

Hay que recordar que este punto es especialmente preocupante de cara a los consumidores pues la irradiación puede formar sustancias tóxicas y cancerígenas. La irradiación produce radicales libres y demás subproductos. Muy pocos de estos productos químicos han sido adecuadamente estudiados sobre su toxicidad en la salud. Además, los alimentos irradiados no están adecuadamente etiquetados y el derecho del consumidor a elegir, con suficiente información, no está suficientemente asegurado. Por último, es conocido que la irradiación reduce el valor nutritivo de los alimentos. Por ejemplo, reduce el contenido en vitaminas del alimento, así, la vitamina E puede reducirse en un 25% después de la irradiación y la vitamina C entre un 5 y un 10%.

Otro punto diferenciador entre las dos normativas que sirve para ilustrar de qué estamos hablando es la lista de plaguicidas autorizados en los dos lados del Atlántico. Aquí se refleja perfectamente que el TTIP es un convenio de modificación normativa. De entre las numerosas diferencias existentes en la legislación sobre pesticidas, las dos más importantes se refieren a la gran cantidad de pesticidas peligrosos permitidos para su uso por EE UU pero que están prohibidos en la UE, además de los distintos niveles de residuos de estas substancias que se permiten en los alimentos que se venden a los consumidores en los Estados Unidos en relación con la UE. Los llamados Límites Máximos de Residuos, mucho más protectores en la UE que EE UU.

El tema no es menor ya que estos productos, por definición, tienen una alta actividad biocida y pueden causar efectos adversos a la salud humana y al medio ambiente. A ello se debe unir que, en muchas ocasiones, presentan una alta persistencia en el ambiente con lo que sus efectos se prolongan a largo plazo. Que son sustancias de alto riesgo lo saben perfectamente los consumidores, como demuestran los datos del último Eurobarómetro que preguntó por la cuestión y que indican que el 66% de los españoles está bastante o muy preocupado por la presencia de residuos de pesticidas en los alimentos. En un estudio realizado Instituto de Comercialización de Alimentos detectó que el 72% de los encuestados los consideraban una amenaza muy importante para la salud.

De los dos sistemas regulatorios sobre pesticidas, el que mejor protege a la ciudadanía es sin duda el europeo, que lejos de ser ideal, es mejor que el estadounidense. Decimos lejos de ser el ideal porque, por ejemplo, cada año se utilizan más de 40.000 toneladas de plaguicidas (solamente teniendo en cuenta la cantidad de principio activo) en el estado español y ese uso intensivo sigue generando denuncias por los efectos sobre la salud humana como para el medio ambiente. Por ejemplo, en un informe realizado por investigadores de la Universidad de Valencia y la Universidad Politécnica de Valencia, detectó 23 pesticidas diferentes en distintos tramos del río Júcar, entre ellos algunos prohibidos.

La evaluación, la comercialización y el uso de plaguicidas (herbicidas, insecticidas, fungicidas, etc.) está fuertemente regulada en la Unión Europea. La normativa expone un procedimiento de evaluación de riesgos y autorización para sustancias activas y productos que contienen dichas sustancias. A fin de que pueda permitirse su comercialización es necesario demostrar la seguridad de cada sustancia activa desde el punto de vista de la salud humana, incluidos los residuos en la cadena alimentaria, la sanidad animal y el medio ambiente. La industria tiene la responsabilidad de facilitar los datos que demuestren que una sustancia puede ser utilizada sin riesgos para la salud humana y el medio ambiente.

Por el contrario, en EE UU, la seguridad química está regulada por la Ley de Control de Sustancias Tóxicas de 1976 (TSCA). En contraste con el proceso europeo, que revisa todas las substancias “antiguas o nuevas”, la TSCA otorga una serie de derechos adquiridos a miles de productos químicos. Como muestra, basta decir que la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos (EPA) ha requerido pruebas de seguridad solamente a 200 de los más de 80.000 productos químicos usados comercialmente. Otra diferencia fundamental es que, en el caso norteamericano, se requiere una evaluación completa del riesgo por parte de las autoridades gubernamentales cosa que, en la práctica, sitúa la responsabilidad y la carga de demostrar que una substancia no es nociva para la población o el medio ambiente en la administración, en lugar de en las industrias. Ello tiene profundas implicaciones prácticas que, finalmente, se traducen en una gran cantidad de plaguicidas que circulan libremente por el mercado estadounidense sin que exista la suficiente certeza de que no suponen un riesgo para la salud o el medio ambiente.

El RCC

Estos son sólo dos ejemplos del objetivo que marca el tratado de armonización de estándares, que a la práctica es la devaluación del sistema de garantías europeo actual, para favorecer los intereses de grandes corporaciones. Pero como decíamos, el auténtico peligro de este acuerdo radica en la nueva estructura de toma de decisiones que se pretende incrustar en la UE.

Aspectos como los transgénicos, la producción ganadera hormonada o la autorización de plaguicidas catalogados como peligrosos son lo que podríamos llamar temas-alerta, aspectos que, cuando se tocan, despiertan el rechazo casi automático de la ciudadanía.

Ello, obviamente, lo saben tanto la industria como los negociadores comerciales. Si sale a la luz un acuerdo que autorice la comercialización y no etiquetado de los alimentos transgénicos, o el engorde de ternera con implantes de estradiol o pesticidas con riesgo para la salud, entonces, el sueño corporativo se acaba. Por esa razón, revelar los detalles de las negociaciones y presentarlo como lo que es, un enorme paquete desregulatorio, un omnibús en el que viajan las normas al que se va a despeñar, y que parezca un accidente, podría ser políticamente peligroso para los negociadores, las corporaciones y, de rebote, para los gobiernos que la respaldan, ya que podría dar lugar a un rechazo de todo el paquete por la ciudadanía e incluso los parlamentos estatales.

Los grupos de presión empresariales de ambos lados del Atlántico y sus representantes políticos son perfectamente conscientes de las complicaciones políticas de este tipo de acuerdo. Nos encontramos ante un dilema. ¿Y cuál es la respuesta que se ha encontrado? La respuesta se llama "cooperación regulatoria". Que se traduce en “toquemos poca cosa ahora pero dejemos todo a punto para cambiar las normas después, lentamente, a oscuras y a solas”

El Acuerdo y la cláusula de Cooperación regulatoria diseñan un complejo entramado que permitirá que se tomen decisiones sin control público real y con todas las puertas abiertas para el lobby empresarial. Las empresas participarán desde el inicio del proceso, mucho antes de cualquier debate público y democrático, y tendrá una excelente oportunidad para deshacerse de importantes iniciativas para mejorar nuestros estándares de alimentos o proteger a los consumidores. En esencia, la propuesta permitiría a los grupos de presión empresariales a la "co-escritura" legislativa.

Nuestra salud sólo es un obstáculo para sus beneficios, y corre prisa.


Javier Guzmán y Ferran García miembros de VSF Justicia Alimentaria Global.

Ver en línea : El País, 6 de febrero de 2015.


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