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Miguel Romero (1945-2014), revolucionario irreductible

De la tecnocracia compasiva a la cooperación solidaria

Pedro Ramiro (Viento Sur, nº 133, abril de 2014)

Miércoles 9 de julio de 2014

En nombre de la solidaridad, la cooperación al desarrollo difunde la lástima. Cuando responde a motivaciones nobles, al horror ante el sufrimiento y la miseria ajena, la lástima merece respeto. Pero no es solidaridad. La solidaridad implica una fraternidad, un compromiso con la emancipación de las y los desposeídos, una causa común en el Norte y en Sur, una acción política. (Romero, 2009a).

Con Miguel Romero hemos aprendido que “la solidaridad es una compañera incómoda del trabajo de cooperación”. Pero también que mientras “la tecnocracia compasiva está vaciando de contenido solidario la cooperación al desarrollo, hay que oponerle alternativas en el discurso y en la práctica” (Romero, 2009a). Justamente, Miguel se dedicó los últimos veinte años a esa tarea: analizar y repensar la situación de la cooperación internacional en el marco de la evolución del capitalismo global, construir y fortalecer pensamiento crítico dentro del sector de las organizaciones no gubernamentales de desarrollo (ONGD), oponerse a la cada vez más extendida visión de la cooperación como una “industria de la caridad” [1] basada en los principios de la “solidaridad de mercado” y defender, en fin, “la cooperación solidaria como una relación social y política igualitaria, articulada con las luchas y los movimientos sociales” (Romero y Ramiro, 2012, p. 144).

Desde su trabajo en ACSUR-Las Segovias —organización en la que fue coordinador de Comunicación y Estudios entre 1994 y 2009—, en muchos de los debates que tuvieron lugar en la Coordinadora de ONG para el desarrollo (CONGDE), a través de sus argumentos en textos y charlas, con la participación en los encuentros locales y foros internacionales donde han ido entrelazándose las resistencias y las alternativas a la globalización neoliberal… Miguel Romero ha sido un referente para todas y todos los militantes internacionalistas y socios de ONGD que creemos que “el lugar de las organizaciones solidarias tiene que estar entre quienes no se resignan, no aceptan el ‘sálvese quien pueda’ y rechazan las ‘oportunidades’ de someterse al engranaje que está triturando las expectativas de construir un mundo basado en la justicia y la igualdad universales” (Romero y Ramiro, 2012, p. 138).

Hoy, cuando avanza la crisis capitalista y asistimos al desmantelamiento de la cooperación como política pública de solidaridad internacional, no perder el sentido solidario que durante dos décadas ha impulsado las actividades de buena parte de las ONGD en el Estado español significa trabajar, desde el ámbito de la cooperación al desarrollo, “en la construcción de alternativas solidarias que pueden contribuir a la resistencia social frente a los procesos de empobrecimiento y, en un futuro, a ganar fuerza para revertirlos” (Romero y Ramiro, 2013). Y en eso, como nos enseñó Miguel y veremos a continuación, también deberían tener algo que decir las organizaciones que se dedican a la cooperación internacional. Porque “las ONGD soportan la presión del sistema de valores y de los intereses de las empresas transnacionales, que son hegemónicos en la sociedad neoliberal. La presión es inevitable; el sometimiento a ella, no” (Romero, 2002, p. 44).

Cooperación al desarrollo, entre el “sector privado” y la solidaridad internacional

En la Ley de Cooperación, aprobada en 1998, se recoge que “la política de cooperación internacional al desarrollo expresa la solidaridad del pueblo español con los países en desarrollo y, particularmente, con los pueblos más desfavorecidos de otras naciones”. Pero esta declaración de intenciones, que tal vez pudo tener su sentido como respuesta al contexto social de finales de los años noventa —con el auge de las movilizaciones y las acampadas del “movimiento 0,7%” a mediados de esa década y el posterior boom de las ONGD—, no es actualmente mucho más que un ejercicio de retórica. “Solidaridad es una de esas ‘palabras tambor’ que hacen más ruido cuando están más huecas”, escribió Miguel Romero (2011a); en el caso de la cooperación española, especialmente, ya que el único sentido de que aún siga existiendo la cooperación al desarrollo es porque puede servir para apoyar la expansión de los negocios y asegurar los riesgos de “nuestras empresas” en el extranjero.

Con el crash de 2008, no ha hecho otra cosa que certificarse definitivamente la evolución que venía produciéndose en el sistema de cooperación internacional desde los noventa. Dicho de otro modo: no puede decirse que la crisis financiera haya provocado un cambio de rumbo en la senda emprendida por los principales organismos y gobiernos encargados de diseñar las directrices de la cooperación al desarrollo, sino más bien que ha contribuido a que las tendencias apuntadas desde hace dos décadas hayan podido finalmente consolidarse. Así, el hecho de que las instituciones que nos gobiernan entiendan la cooperación como una política pública voluntaria y como una concesión en tiempos de “bonanza”, donde las relaciones entre Estados se dan en las condiciones impuestas por los donantes y las estrategias destinadas a favorecer la internacionalización del “sector privado” —que es la forma más habitual de hacer referencia a las empresas transnacionales en la jerga de la cooperación— cumplen un papel central, se ha visto acelerado con el estallido de la crisis global.

Hace una década, Miguel Romero (2004) alertaba de cómo “la gran empresa privada ha adquirido un papel importante y creciente en los últimos años, como expresión concreta de los procesos de privatización de bienes públicos, uno de los cuales debería ser la Ayuda Oficial al Desarrollo”. Desde entonces hasta hoy, efectivamente, la agenda oficial de la cooperación internacional se ha reformulado en torno a cuatro ejes: la apuesta por el crecimiento económico como estrategia hegemónica de “lucha contra la pobreza”; la participación del “sector privado” como “agente de desarrollo” en el diseño y la ejecución de las políticas de cooperación; la reducción de los ámbitos prioritarios de intervención de los Estados a las necesidades sociales básicas y los sectores poco conflictivos; la limitada participación e irrelevancia de las organizaciones sociales dentro de las estrategias de cooperación internacional (Fernández, Piris y Ramiro, 2013).

En realidad, sabemos con Miguel Romero (2009a) que, desde sus comienzos, “la cooperación al desarrollo proclama principios solidarios, pero su naturaleza fundamental es económica: la gestión de un flujo de recursos, de ‘ayuda’, Norte-Sur”. Se trata, por así decirlo, “de una ‘economía de la oferta’, determinada siempre, a corto o largo plazo, por los intereses del donante, en forma de retornos económicos y políticos, incluyendo la propagación de su sistema de valores y la aceptación de las jerarquías que rigen el ‘orden internacional’”. Con todo y con eso, durante los años noventa y la mitad de la primera década de este siglo, se estableció una “coexistencia pacífica” entre los proyectos de cooperación que servían para consolidar esta visión dominante —sin duda, estos fueron en todo momento los mayoritarios— y algunos otros que, contando sobre todo con el apoyo de la cooperación descentralizada, resultaron ser útiles para apoyar la cooperación solidaria: fortalecimiento del tejido asociativo de base, defensa de los bienes comunes y de los derechos humanos, promoción del trabajo cooperativo, apuesta por la soberanía alimentaria y los medios de comunicación alternativos, etc.

De esta forma, entre las “grietas” del sistema de cooperación internacional se desarrollaron muy diversas organizaciones —en el caso del Estado español, buena parte de las ONGD surgieron o evolucionaron tras las experiencias de las revoluciones centroamericanas y la influencia de la Teología de la Liberación— en las que pudo convivir “el trabajo del día a día, los proyectos de desarrollo y sensibilización, que son la aportación propia de las ONG a la solidaridad Norte/Sur, con la implicación abierta en el esfuerzo por cambiar de raíz eso que se conoce por globalización” (Romero, 1998). Miguel fue parte importante de todo ese proceso.

ONGD, del “marketing con causa” a las “alianzas público-privadas”

Tras su auge, a finales de la década de los noventa, y después de ganarse la simpatía de buena parte de la población con sus acciones —en buena medida, contrarias a las instituciones financieras internacionales y críticas con la política exterior del gobierno español—, las ONGD fueron poco a poco entrando en declive y asumiendo su “despolitización”. Primero, de manera progresiva, hasta la llegada del primer gobierno Zapatero en 2004; después, de forma mucho más pronunciada, con ese ejecutivo y los siguientes —el actual gobierno ha cambiado la “alianza de civilizaciones” por la “marca España”, pero en lo esencial no ha hecho otra cosa que seguir adentrándose en la senda emprendida por sus predecesores—, aceptando la consagración del “sector privado” como agente prioritario en las políticas de cooperación y enfocando sus actividades hacia la captación de fondos y el mantenimiento de sus propias estructuras.

Las ONGD “no pueden ser revolucionarias, pero tienen que ser decentes”, solía decir Miguel (Romero, 2002, p. 52). Pero con el avance del siglo XXI, las empresas transnacionales pasaron de concebir la “responsabilidad social corporativa” como un mero instrumento de lavado de imagen a incorporarlo en el núcleo del business para traducirlo en el acceso a nuevos nichos de mercado; al mismo tiempo, como afirma Carlos Gómez Gil (2005, p. 112), “las ONG han ido asumiendo los principios de las empresas, su sistema organizativo y hasta su lenguaje expresivo como una parte más del universo relacional que mantienen”. De ahí que las relaciones de las grandes compañías con estas organizaciones fueran evolucionando desde el “marketing con causa” y los “telemaratones” hasta la promoción conjunta de diferentes iniciativas de “negocios inclusivos”, “innovación”, “emprendedores sociales” y “alianzas público-privadas”. En este contexto, la mayoría de las ONGD han pasado a abrazar “un ‘partenariado tóxico’ con las grandes empresas, un lobby en sentido inverso que las lleva a reconocerlas como los agentes fundamentales de la cooperación al desarrollo, que perdería así su sentido solidario” (Romero, 2009b, p. 211).

Dentro del mundo de la cooperación, ha habido pocas voces que se fueran oponiendo a esta deriva de las ONGD; Miguel Romero fue una de las principales. Como decíamos, primero vinieron las campañas publicitarias de “marketing solidario”, que “construyen la ‘imagen publicada’ de las ONG ante la ciudadanía y transmiten el sentido dominante de qué es lo que hay que hacer para ‘ayudar a los pobres’ (que es el significado de ‘ser solidario’ en términos de publicidad)” (Romero, 2004). Junto a ellas, llegaron los apadrinamientos, “la expresión mas clara de la caridad tradicional, basada no en razones, sino exclusivamente en reacciones compasivas que sólo reclaman, a cambio de su donación, una compensación individual” (Romero, 2007). El resultado de todo ello, nos decía Miguel, es “potenciar la pasividad de la ciudadanía, horrorizada e impotente ante tragedias lejanas, que sustituye con una donación la acción social que no quiere o no sabe cómo plantearse” (Romero, 2011b, p. 21).

Posteriormente, tras la crisis financiera, la idea de que crecimiento económico es equivalente a “desarrollo” se volvió hegemónica. Así las cosas, las grandes corporaciones y “los mercados” pasaron a presentarse como los únicos protagonistas de la “lucha contra la pobreza” y la “salida de la crisis”. Con ello, se profundiza el enfoque empresarial orientado a “hacer de la pobreza y las personas pobres uno de los negocios en ascenso del capitalismo del siglo XXI: la pobreza 2.0” (Romero y Ramiro, 2012, p. 62); un modelo de “capitalismo inclusivo” con el que se intenta gestionar y rentabilizar la pobreza de acuerdo a los criterios del mercado: beneficio, rentabilidad, retorno de la inversión. Todo eso se traduce en que en los países del Sur global, por un lado, el “sector privado” pretende incorporar a la sociedad de consumo a los cientos de millones de personas pobres que conforman “la base de la pirámide” y convertirlos en clientes de sus bienes y servicios; mientras, en los países centrales, por otro, se busca lograr que la mayoría de la población no quede excluida del mercado, una cuestión en auge ante las crecientes desigualdades y “la globalización de la pobreza, la lógica común que produce y reproduce el empobrecimiento de las personas en todo el mundo” (Romero y Ramiro, 2013).

¿Qué hacemos con la cooperación?

Dicen los autores de Qué hacemos con la literatura (Rodríguez et al., 2013) que “la llamada ‘novela de la crisis’ es un cántico nostálgico a la vida anterior a la caída de Lehman Brothers”. En “la novela de la cooperación” se está tratando de construir un relato similar: “A medida que la economía española está volviendo a crecer, volveremos a apoyar una inversión en cooperación al desarrollo generosa, inteligente y eficaz”, afirmaba hace unos meses el presidente Rajoy en un discurso ante la Asamblea General de Naciones Unidas. Pero el caso es que la cooperación internacional ya no va a volver, ni en términos cualitativos ni cuantitativos, a la situación anterior al crash de 2008.

En el marco de la crisis capitalista, que ha fortalecido el papel económico y la capacidad de influencia política de las grandes corporaciones, con unas políticas de ajuste estructural análogas a las que se llevaron a cabo en los países periféricos en los años ochenta y noventa, con unas medidas de “austeridad” y disciplina fiscal que hacen sentir sus efectos sobre las mayorías sociales, mientras avanzan la privatización de los servicios públicos y la mercantilización de los bienes comunes y aumentan la pobreza y las desigualdades, ¿qué función puede cumplir la cooperación internacional? “Hay que construir frenos para ese tren de altísima velocidad que llaman “mercados” antes de que nos precipite a una catástrofe ambiental y social”, escribía Miguel (Romero y Ramiro, 2012, p. 139), y “la cooperación al desarrollo, que dice ser expresión de la solidaridad internacional, debería tener un papel destacado en esa tarea. En cambio, prácticamente ha desaparecido tanto de la agenda política global como de las preocupaciones de la opinión pública”.

En este contexto, el papel fundamental que puede jugar la cooperación ya no es el de servir para la legitimación de la política exterior del país donante; ahora, su misión principal se enmarca dentro de la “coherencia de políticas con el crecimiento”, [2] en la que se alinean la acción exterior y la política económica para favorecer los intereses empresariales y posibilitar una nueva ampliación de los negocios del “sector privado” por todo el planeta. Por su parte, la mayoría de las ONGD, aunque debieran “considerarse portavoces de intereses sociales que son contradictorios con los de las transnacionales: los intereses de los pueblos del Sur, y defensoras de una organización de la sociedad y la economía sobre la base de valores alternativos a los que defiende el neoliberalismo” (Romero, 2002, p. 53), han terminado por aceptar —algunas lo tuvieron claro desde el principio— que su supervivencia en este medio va ligada a la “modernización” y a evitar “enroques ideológicos”. Es el triunfo de ese “modelo de técnicos de cultura empresarial y políticamente disciplinados” que se ejemplifica en la figura del “tecnócrata compasivo, que se mueve con soltura, y sin apreciar cambios de entorno, en las puertas giratorias que comunican empresas privadas + agencias de cooperación públicas + ONGD” (Romero, 2009a).

Decía Miguel Romero (2009a) que “cuando se trabaja en una ONGD, la militancia solidaria no es algo natural, espontáneo, sino que hay que encontrarle su lugar, al precio de contradicciones inevitables”; no se trata de obviar dichas contradicciones, sino de “reconocerlas, buscar cómo afrontarlas y asumir los riesgos de la coherencia cuando se plantean conflictos abiertos en los que hay que elegir campo”. Y él siempre lo tuvo claro a la hora de decidir en qué terreno debía jugarse la cooperación solidaria: “Las ONGD comprometidas efectivamente en la acción solidaria están junto a los movimientos sociales, aunque tengan que asumir los riesgos y los esfuerzos de remar contra la corriente” (Romero, 2009c).

Ante una crisis-estafa como la que estamos sufriendo y un colapso socioeconómico global que se agrava por momentos, el ejercicio de la práctica de la cooperación desde el principio de la solidaridad —en línea con los horizontes emancipadores imprescindibles para superar la crisis civilizatoria que vivimos— requiere hacer una reflexión autocrítica acerca de los valores y las estrategias que habrán de guiar las actividades de las ONGD, como agentes fundamentales de la cooperación, en los tiempos que se vienen. Como nos dijo Miguel (Romero y Ramiro, 2012, p. 110), “cuando llegó la crisis, muchas ONGD se preguntan: ¿cómo sobrevivir? Pero la pregunta real es: ¿qué queremos ser?”.

Estamos, sin duda, en esa discusión; de ello depende que la cooperación solidaria no se convierta definitivamente en una “causa perdida”. Y en esa redefinición estratégica, como en tantos otros debates, “necesitamos como agua de mayo estar rodeados de lealtades, de gente que sabemos que no nos fallarán; especialmente, de gentes en las que la confianza no se basa en la coincidencia en la misma organización o en las mismas ideas de la A a la Z, en compartir todo el camino, sino la búsqueda y la meta” (Romero, 2011). De gente como Miguel Romero.


Pedro Ramiro es coordinador del Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL)Paz con Dignidad.


Bibliografía

  • Fernández, G.; Piris, S. y Ramiro, P. (2013) Cooperación internacional y movimientos sociales emancipadores. Bases para un encuentro necesario. Bilbao: Hegoa-UPV/EHU.
  • Gómez Gil, C. (2005) Las ONG en España. De la apariencia a la realidad. Madrid: Libros de la Catarata.
  • Rodríguez, J.; Arias, R.; Becerra, D. y Sanz, M. (2013) Qué hacemos con la literatura. Madrid: Akal.
  • Romero, M. (1998) “El declive silencioso de la Ayuda Oficial al Desarrollo”. La Factoría, 6, junio-septiembre.
  • Romero, M. (2002) “La ‘solidaridad’ de mercado”. En L. Nieto (coord.) La ética de las ONGD y la lógica mercantil. Barcelona: Icaria.
  • Romero, M. (2004) “Los fondos y sus sombras”. Pueblos, 14, 56-59.
  • Romero, M. (2007) “Intervida. La excepción y la regla”. El Viejo Topo, 232, 15-19.
  • Romero, M. (2009a) “La ‘irresistible ascensión’ de la tecnocracia compasiva”. Pueblos, 37, 54-57.
  • Romero, M. (2009b) “Partenariados tóxicos: La función de la RSC en la subordinación de las ONG al ‘sector privado’”. En J. Hernández Zubizarreta y P. Ramiro (eds.) El negocio de la responsabilidad. Barcelona: Icaria.
  • Romero, M. (2009c) “La pobreza rentable”. Diagonal, 115, 34-35.
  • Romero, M. (2011a) “Mirar a los ojos”. Hacia el Sur, 38, 7.
  • Romero, M. (2011b) “Deseduquémonos: Comunicación alternativa en el Estado español y educación para el desarrollo”. En A. Onrubia y A. Gago (coords.) Comunicación, educación y desarrollo. Toledo: Paz con Dignidad.
  • Romero, M. (2011c) “Como una carta abierta. In memoriam, Ramón Fernández Durán (1947-2011)”. Viento Sur, 116, 119-121.
  • Romero, M. y Ramiro, P. (2012) Pobreza 2.0. Empresas, estados y ONGD ante la privatización de la cooperación al desarrollo. Barcelona: Icaria.
  • Romero, M. y Ramiro, P. (2013) “La globalización de la pobreza”. Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, 121, 143-156.

Ver en línea : Viento Sur, nº 133, abril de 2014.


Notas

[1Bernard Kouchner, fundador primero de Médicos sin Fronteras y luego de Médicos del Mundo, afirmaba ya en 1987: “Si se quiere lograr algo en esta área se tiene que ser un hombre de negocios y tener sensibilidad para la publicidad y la comercialización... Si no se acepta que la ley del mercado también es válida para la industria de la caridad, no se conseguirá su introducción en ninguna parte” (Romero, 2009b, p. 209).

[2En la actualidad, la verdadera coherencia de las políticas gubernamentales está en el apoyo a la internacionalización empresarial y a la inversión extranjera como vías para alcanzar el crecimiento económico; la “coherencia de políticas con el desarrollo”, recogida en la Ley de 1998, ya no tiene valor ni siquiera en el ámbito declarativo.


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